El siglo XIX ha supuesto para la historia de la humanidad una época de grandes progresos científicos y técnicos, cuya aplicación práctica ha revolucionado desde entonces nuestra forma de afrontar y comprender el mundo que nos rodea. Estos inventos, a los que en un principio se dotó de un carácter mágico y misterioso, constituyeron sustanciales avances en la vida diaria de las mujeres y hombres decimonónicos, contribuyendo a mejorar la calidad de su existencia cotidiana. Entre ellos se cuentan el ferrocarril, que facilitó las comunicaciones de una forma hasta entonces inimaginable, la electricidad, el gas y, de especial importancia en relación con el asunto que ahora nos ocupa, la invención de la fotografía.

Es precisamente a esta última a la que, junto a la pintura impresionista, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza dedica una significativa muestra, proponiendo un diálogo entre ambas artes “para poner en evidencia sus analogías, afinidades e influencias”, a través de la presentación de sesenta y seis piezas entre óleos y obra sobre papel, a las que han de añadirse más de cien fotografías.

En primer lugar, ha de tenerse en cuenta que el nuevo medio fotográfico produjo en la Francia del siglo XIX un gran impacto social: hasta entonces, el poder de captar la realidad –a través del filtro que obviamente implicaba la visión del artista– lo poseía desde hacía siglos la pintura. Y ahora esta innovación llegaba para revolucionar el mundo del Arte, ya que sus ‘instantáneas’ podían reproducir las imágenes de una forma mucho más veraz: la lente era capaz de captar todo tipo de detalles y ofrecer imágenes exactas del entorno, de modo que –como señala la historiadora del arte y fotógrafa Concha Casajús– esta innovación “conseguiría superar la tela ofreciendo imágenes naturales (…) y permanentes”.

La fiabilidad e inmediatez que la cámara fotográfica ofrecía, aunque no del todo exenta de críticas, consiguió desde sus inicios la adhesión de fieles seguidores, entre los que podemos encontrar a un joven Ramón y Cajal que, hacia 1868, escribía estas entusiastas palabras sobre el novedoso invento: “Y luego la exactitud prodigiosa, la riqueza de detalles del clisé  y ese como alarde analítico con que el sol se complace en reproducir las cosas más difíciles y complicadas, desde la maraña inextricable del bosque hasta las más sencillas formas geométricas sin olvidar hoja, brizna, guijarro o cabello”.

Esa idoneidad o facultad de captar hasta el más mínimo detalle, el alarde de reproducir –como bien decía Don Santiago– hasta las cosas más difíciles, hizo que la pintura entrara en crisis y sintiera tambalearse sus principios como testigo y testimonio gráfico de la historia, conociéndose ejemplos de artistas como Paul Delaroche quien, impresionado por la nueva técnica, llegó a afirmar que desde ese momento la pintura ‘estaba muerta’.

Ahora bien, la pintura no solo no se rindió frente la fotografía, negándose a ceder ante su ímpetu arrollador, sino que, más bien, supo hallar su propio lugar, tal y como ejemplifica de forma tan reveladora la exposición del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Y esto lo consiguió, o bien cohabitando con ella, o bien llegando a encontrar caminos inéditos a través de movimientos como los vanguardistas ‘ismos’, que comenzaron a alejarse de la realidad en pos de nuevas formas de expresión artística. No es este en sentido estricto el caso de los impresionistas quienes, según Diego Coronado, “a partir de muchas contaminaciones (…) se debatían entre la misma necesidad de reinterpretar las viejas convenciones artísticas”.

Sea como fuere, es bien sabido que el impresionismo rompió con las exigentes directrices impuestas por los salones de la Academia, marcando un rumbo diferente en el Arte y comenzando a desarrollar un innovador tipo de pintura. Estos autores se inspirarían en el color y la luz para recrear las formas de sus obras y pronto dejarían atrás sus talleres para pintar al aire libreen plein-air, buscando –al igual que los fotógrafos– la captación de la realidad inmediata en un momento concreto.

La rapidez en la ejecución de sus lienzos, esa prontitud o instantaneidad, provocó una ruptura con la tan apreciada línea de corte academicista: ahora los contornos –como también ocurría con las primeras fotografías– se difuminaban y la mancha, finalmente, vencía al dibujo. Los pintores del plein-air tuvieron muy presente cómo la realidad era mutable, podía cambiar en un segundo, y con sus trabajos de enérgica factura buscaron materializar en sus telas –como señala la comisaria de la exposición, Paloma Alarcó– “el aspecto de instantes pintados, imágenes detenidas”, lo que a la postre era lo mismo que los fotógrafos habían conquistado.

Fueron de interés común para ambos colectivos los temas a inmortalizar, puesto que tanto pintores como fotógrafos se preocuparon por captar el entorno que les rodeaba, ya fueran las ajetreadas ciudades en que vivían o los frondosos bosques por donde pasear y relajarse las plácidas tardes de primavera. Así, partiendo de esta premisa, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza plantea un interesante recorrido a lo largo de nueve salas, en las que se ofrecen otros tantos episodios temáticos en consonancia con los contenidos que los artistas de la época gustaron de representar en sus obras.

El itinerario comienza, pues, centrando su atención en el bosque. En la primera sala se hace ostensible la trascendencia del género del paisaje en la pintura y fotografía de mediados del siglo XIX. En concreto, los bosques que bordeaban París –fundamentalmente el de Fontainebleau– fueron lugares muy frecuentados por los artistas del momento, que en ellos encontraron una importante fuente de inspiración. Tanto impresionistas como fotógrafos se sintieron atraídos por la naturaleza y, llevando hasta esos lugares sus lienzos y caballetes los unos, y sus pesados y rudimentarios equipos fotográficos los otros, no dudaron en experimentar con sus obras para lograr captar en ellas hasta lo más íntimo de lo que aquellos parajes les brindaban. En este espacio también se da cabida a las pinturas de precursores del impresionismo como Théodore Rousseau, Gustave Courbet o Camille Corot. En general, se trata de bellas y serenas obras que dialogan con las fotografías de Henri Le Secq, Eugène Cuvelier o Gustave Le Gray, los primeros en interesarse por los admirables alrededores parisinos.

Inmediatamente después, la sala segunda está dedicada a ‘las figuras en el paisaje’. En sintonía con la sección anterior, en este espacio se ilustra cómo el bosque se convierte también en protagonista de numerosas fotografías y lienzos en los que sirve de telón de fondo a las composiciones de grupos familiares. A este respecto es preciso considerar que desde los tiempos del daguerrotipo los retratos de familia habían comenzado a estar en boga: eran imágenes en que las figuras se mostraban de forma bastante artificial con ademanes rígidos y un aire poco natural, debido posiblemente a las limitaciones de los aparatos fotográficos. En esta línea, la muestra nos ofrece algunas analogías entre los retratos de grupo del fotógrafo Édouard Baldus y los de los amigos y familiares de Frédéric Bazille que, más que ante el pintor, parecen posar ante una cámara que les retrata al aire libre.

A continuación, la tercera sala se consagra a uno de los elementos más importantes en la producción de fotógrafos y maestros impresionistas: el agua. El mar llegó a ser, según se detalla en la exposición, una “fuente inagotable de inspiración y experimentación para la modernidad”. Tanto pintores como fotógrafos se sintieron profundamente atraídos por los cambiantes movimientos de luz, los reflejos que el sol producía al proyectarse sobre el agua o el impacto del viento sacudiendo violentamente las olas. Le Gray y sus paisajes marinos de la Normandía son un claro ejemplo de ello: el mar, atrapado en un potente primer plano, nos muestra bellas imágenes de una fuerza arrolladora y de gran valía estética y técnica. Y es que el fotógrafo “inventa una nueva idea de instantaneidad”, convirtiéndose en un referente para otros artistas como Boudin o Monet.

Más adelante, la sala número cuatro nos transporta al campo: escenas bucólicas donde el divertimento se erige en protagonista. Aquí la inmediatez temporal y la fragmentación espacial buscadas por los pintores del impresionismo aproximan las representaciones de sus lienzos a las de las fotografías de Achille Quinet, Eugène Atget o Charles MarvilleA su vez, la pincelada suelta impresionista influirá en el pictorialismo de fotógrafos como Constant Puyo o Robert Demachy.

Abandonando lo rural, la quinta sala nos invita a conocer algunos de los monumentos franceses más señeros de la época. En 1851 la Comisión de Monumentos Históricos del gobierno galo decidió contratar a varios fotógrafos para crear un inventario gráfico del patrimonio artístico que se encontraba diseminado por toda la geografía francesa. Al mismo tiempo, la industrialización despertó el interés por la figuración de nuevas construcciones como fábricas o estaciones de ferrocarril, muchas de las cuales fueron retratadas por Édouard Baldus o Eugène Atget. Este tipo de imágenes de gran calidad artística, además de constituir un importante testimonio documental, influyó en gran medida en los pintores impresionistas, que vieron en estos nuevos escenarios una interesante forma de proyección e investigación. Muy significativa en este sentido es la serie que sobre la fachada de la catedral de Ruan realizó Monet entre los años 1892 y 1893, así como las obras de pintores como Sisley o Caillebotte, quienes no dudaron en representar la nueva arquitectura de la época en sus lienzos.

Lógicamente, de la fascinación por la representación de los monumentos la exposición pasa a centrarse en las vistas urbanas. En este sentido, París se convirtió indudablemente en la gran protagonista de fotografías y lienzos, ya que durante la segunda mitad del siglo XIX la denominada ‘ciudad de la luz’ vio cambiar radicalmente su fisonomía: el emperador Napoleón III pretendía dotarla de una apariencia acorde a la capital de un imperio y encargó su reforma al barón Haussmann. De este modo, no es de extrañar que las nuevas transformaciones urbanísticas –como los amplios bulevares y sus llamativos puentes– no tardaran en ser capturadas por el objetivo de la cámara y el pincel de los pintores. Asimismo, la fotografía urbana gozó de gran notoriedad desde que los primeros daguerrotipos tomados desde una ventana estableciesen un modelo representacional prontamente generalizado. La nueva perspectiva que, además de introducir el escorzo, rompía con la altura del eje visual del ojo humano y, por ende, con la clásica composición horizontal empleada en las vedute de ciudades, sirvió de base para muchas pinturas impresionistas, como las de Camille Pisarro, que en esta sección se contraponen a las fotografías de Charles Marville.

La muestra pasa a ocuparse del retrato en la séptima de sus salas. El invento de la fotografía revolucionó este tradicional género pictórico que alcanzó rápidamente bastante éxito debido a que no resultaba tan costoso como la pintura, quedaba por tanto al alcance de un mayor número de personas y era relativamente más rápido de conseguir. De hecho, algunos artistas como Edgar Degas o Édouard Manet se sirvieron de retratos fotográficos para sus pinturas, tal y como demuestran en la exposición del Thyssen algunas ‘instantáneas’ que el maestro Degas tomó en 1895 con un modelo de cámara Kodak, en las que retrata a sus amistades en “atmósferas y composiciones perfectamente estudiadas”.

Seguidamente, la representación del cuerpo humano protagoniza la octava de las salas que conforman el recorrido propuesto al espectador en Los impresionistas y la fotografía. Aquí se evidencia cómo los movimientos ensayados en largas sesiones de danza, la torsión de los cuerpos de las bailarinas o los estudios anatómicos –ya sea de acuerdo a un enfoque academicista o apostando por la representación de poses más naturales– fueron nuevamente objeto de atención de pintores y fotógrafos. Autores como Félix-Jacques-Antoine Moulin y sus escenografías pictóricas, o bien las imágenes fotográficas de corte campechano y desenvuelto de Gustave Le Gray dan buena prueba de ello.

Finalmente la muestra concluye en la sala número nueve, dedicada al ‘archivo’ y donde se presenta tanto un conjunto de fotografías de la obra de Manet –que el pintor encargó a Anatole-Louis Godet para llegar a colorear posteriormente algunas de ellas–, como el álbum editado en 1897, Veinte dibujos, que contiene una selección de fotograbados de Degas escogida por el propio artista.

En suma, el gran interés de esta exposición –organizada por el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en colaboración con JTI y la Comunidad de Madrid– radica en la posibilidad que brinda al espectador de contemplar algunas de las pinturas más significativas del movimiento impresionista, así como una serie de colecciones fotográficas de gran relevancia pertenecientes, entre otros, a la Bibliothèque nationale de Francia, a The J. Paul Getty Museum de Los Ángeles o al Victoria & Albert Museum de Londres.

Los impresionistas y la fotografía
Del 15 de octubre de 2019 al 26 de enero de 2020.
En el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid.
Más información en www.museothyssen.org