La Fundación Alberto Jiménez-Arellano Alonso se constituyó como una organización sin ánimo de lucro el 3 de mayo de 2004 tras el acuerdo alcanzado entre la Universidad de Valladolid (UVa) y el matrimonio formado por Alberto Jiménez-Arellano y Ana Alonso. Con sede en uno de los primeros edificios del Renacimiento español, el Palacio de Santa Cruz de la capital castellana –erigido entre 1486 y 1491 a instancias del Cardenal Pedro González de Mendoza como Colegio Mayor para estudiantes sin recursos y que hoy también acoge el Rectorado de la UVa, su Biblioteca Histórica y la Capilla del Cristo de la Luz de Gregorio Fernández–, la fundación pretende fomentar las artes en cuanto expresión plástica de libertad y tolerancia, promoviendo el conocimiento e investigación de toda manifestación vinculada a sus colecciones de arte contemporáneo y arte africano, cuyo constante incremento persigue mediante donaciones, legados y cesiones. Estos fondos, origen del actual Museo de Arte Africano de la UVa, han sido reunidos desde mediados del siglo XX por los Jiménez-Arellano Alonso que, creando la fundación y donando las piezas, han querido rendir homenaje a la memoria de su hijo Alberto, quien fuera gran aficionado al arte.

Dentro del Palacio de Santa Cruz, el Museo de Arte Africano ocupa las conocidas como Sala Renacimiento, Salón de Rectores y Sala de San Ambrosio. En este primer artículo centraremos nuestra atención en la primera, que recibe su nombre del alfarje o forjado de madera original que la cubre desde finales del siglo XV. En ella se expone la colección Arellano Alonso de escultura figurativa en terracota del África subsahariana occidental, que cuenta entre sus fondos con piezas excepcionales como la Escultura masculina arrodillada de la cultura NOK (subestilo Katsina, Nigeria). Por su disposición similar a la famosa obra de Rodin, esta estatuilla perfectamente conservada se incluye dentro del tipo iconográfico denominado ‘El pensador’, del que se conoce un número limitado de ejemplares y que, correspondiendo a un amplio periodo de tiempo que abarca desde el siglo V a. C. al siglo V d. C., es hasta hoy considerado el modelo figurativo más antiguo de la escultura subsahariana occidental.

A propósito de la imprecisión de las fechas, la ausencia de documentación escrita previa a la llegada de los portugueses al África subsahariana explica que la datación de estas obras solo pueda realizarse a través de la termoluminiscencia –técnica que calcula de forma aproximada la última vez que una pieza ha sido sometida a una fuente de calor–, resultando extremadamente complicado concretar el momento de su realización, así como muchos otros datos relativos a su autoría o simbolismo, a menos que hayan sido proporcionados por la tradición oral. No obstante, este condicionamiento confiere a la vez un gran aliciente al estudio del arte africano, cuyas hipótesis se encuentran en continua revisión y actualización de manera que, por ejemplo y según Margarita Sánchez Romero –investigadora del departamento de Prehistoria y Arqueología de la Universidad de Granada–, excavaciones recientes parecen confirmar la participación de las mujeres africanas en la recogida de los minerales empleados en la forja del metal. Así, aunque el trabajo del herrero estuviese reservado al hombre por creerse un don divino la capacidad de controlar el fuego, es bastante factible que la colaboración femenina resultara imprescindible para poder culminar todo el proceso del forjado. A este respecto, es preciso señalar que la mujer subsahariana occidental se ha encargado tradicionalmente de la realización de los objetos útiles, quedando reservadas al hombre las prácticas artesanales que implican una mayor creatividad.

Otra de las terracotas más relevantes del Museo de Arte Africano Arellano Alonso-UVa es la cabeza femenina perteneciente a la cultura Ifé (pueblo Yoruba, Nigeria, siglos X-XII). Aquí la perfección de un modelado que desde el punto de vista occidental se diría ‘clasicista’ rompe con la tradicional concepción estilística asociada al arte africano y, frente a quienes pudieran pensar en una posible influencia europea, cabe recordar no solo su fecha de realización –que se correspondería con un periodo medieval en que el arte clásico ha quedado prácticamente olvidado–, sino también la ausencia de todo contacto con el norte –a no ser el producido a través de las rutas de caravanas que atravesaban el desierto–. Por otro lado, tanto en ella como en muchas otras esculturas africanas, se aprecian las escarificaciones que aún hoy se siguen practicando en determinadas poblaciones autóctonas, de modo que lo que a nuestros ojos podría resultar curioso o estético, en realidad nos está informando sobre el estilo de vida de sus comunidades de origen. En consecuencia, esta cabeza femenina atestigua la importancia que ciertas prácticas sociales como la del adorno corporal alcanzaron en África hace ya siglos, evidenciando que modas como la del piercing, el tatuaje o la propia escarificación no son tan ‘modernas’ como cabría pensar. En este sentido, tampoco debe pasarse por alto la costumbre del alargamiento del cráneo o dolicocefalia, compartida con la cultura egipcia.

Igualmente única es la cabeza en terracota del antiguo Reino de Benín (o Reino Edo, pueblo Yoruba, Nigeria), territorio arrasado por los británicos a finales del ochocientos. Fechada entre los siglos XIV-XVI, se trata de uno de los tres o cuatro ejemplos del mismo material que se han conservado en el mundo originarios de una comunidad caracterizada principalmente por el trabajo del metal, razón que explica la pátina oscura que confiere a esta obra su pretendido aspecto metálico. El tocado probablemente de corales, así como los collares que rodean su cuello –o pliegues de gordura, según otras interpretaciones que resaltan también su cara rolliza–, aludirían a una personalidad socialmente destacada, tal vez un rey al que se recordase en un altar funerario. 

Por otra parte, entre las piezas que más llaman la atención por alejarse de los estereotipos que en nuestra sociedad existen acerca del arte africano –y que lo reduce a máscaras o figuras rígidas y aparentemente inexpresivas– se encuentran las esculturas procedentes de la cultura Djenné, una de las cuatro que se desarrollaron en Malí entre los siglos X y XVII. Estas obras responden a la creencia en la transformación del fallecido en serpiente, de ahí su dinámica contraposición de curva y contracurva, los motivos decorativos a la manera de escamas y una cierta sonrisa o gesto de serenidad del retratado. No hay que olvidar que en estas comunidades subsaharianas la serpiente es un animal sagrado que no solo simboliza el agua y, por lo tanto, la vida –pues gracias a los ríos se puede beber, pescar y regar los cultivos–, sino que, al mudar periódicamente de piel, también representa la regeneración. Además, en algunas de las terracotas se observa una pátina roja que las convierte en figuras de oración, habiéndose identificado una cincuentena de modelos diferentes a cada uno de los que se asociaría una petición determinada. Su conservación ha sido posible gracias a que estos pueblos preservaron las tradiciones animistas a pesar de su temprana islamización.

Justamente en relación con los rituales mortuorios del África subsahariana occidental cabe resaltar la urna de barro en forma de campana cónica invertida del pueblo Bura (Níger, siglos XII-XVI), cuya cultura se cree eminentemente funeraria al responder a esta funcionalidad la gran mayoría de las piezas que, desde el descubrimiento de la necrópolis de Asinda-Sikka en 1975, han sido halladas en las excavaciones realizadas en la zona. Estas urnas campaniformes de unos 70 cm de alto se colocaban sobre el lugar donde era enterrado el fallecido y solían coronarse con una efigie que, sin tratarse de un retrato propiamente dicho, permitiría su identificación. En el interior se han hallado cráneos y fragmentos de flecha vinculados al sacrificio del sirviente del difunto, que habría de continuar su labor en el más allá acompañando a su señor. Técnicamente, descuella la decoración de sogueado que inunda toda la superficie de la vasija, donde además es posible reconocer una serie de elementos simbólicos –en este caso un sol, un bastón de mando o un arco–, emblemas de la persona allí enterrada.

Continuando la visita a la colección Arellano Alonso del Museo de Arte Africano-UVa, el público descubre las figurillas antropomorfas de terracota y las pequeñas cabezas cónicas de la cultura Komaland (Ghana, siglos XIII-XVII), todas ellas hieráticas y de rasgos abstractos –algunas con más de una cara– que se dispondrían en torno a los enterramientos como ajuar funerario. Más adelante, dos esculturas aluden a los rituales de curación que aún hoy siguen siendo practicados por los pueblos Cham/Longuda (Nigeria): cuando el enfermo visita al médico tradicional, este consulta al Chandu, figura masculina o femenina en función de si el paciente es hombre o mujer, que le revela la causa de la dolencia. A continuación y según lo prescrito, un especialista alfarero modela el Itinate, que siempre presenta los brazos alzados y la boca abierta para expresar su dolor físico o espiritualUna vez transferida la enfermedad a esta imagen, el paciente sano no la destruye, sino que la abandona a las afueras del poblado, proporcionando a los especialistas un valioso conjunto que ha permitido identificar distintos tipos de dolencias, pandemias o enfermedades endémicas.

Otro de los grandes atractivos del museo son las dos terracotas Jukun (Nigeria, siglos XIII-XV), cuyo carácter único no solo radica en que integran la decena de esculturas que de este pueblo se conoce desde mediados de 1980, sino que, además, constituyen la única pareja de padres fundadores descubierta hasta la fecha. Las figuras se asientan sobre una vasija esférica que se enterraría en el centro de la comunidad, de manera que sus habitantes siempre pudieran recordar y mostrar su agradecimiento a los dos ancestros, de los que se acentúan los órganos sexuales, símbolos de la vida: los pechos caídos, el ombligo resaltado y las manos en las caderas aludirían a la fertilidad de la mujer, mientras que el brazo masculino levantado manifestaría la autoridad del hombre.

Volviendo a la Nigeria actual, el Museo de Arte Africano-UVa exhibe dos singulares cabezas de barro pertenecientes a la cultura Igbo. Datadas en el siglo pasado, estas piezas se han conservado gracias al material empleado en su elaboración, habiéndose perdido por completo el resto de la figura de madera de la que formaban parte. En cuanto a su funcionalidad, se asocian con rituales funerariosrepresentarían al fallecido con su familia en mbari o altares colocados fuera de la comunidad. Sea como fuere, no deja de sorprender una estética que pudiera confundirse con la del arte contemporáneo occidental, probando así nuevamente la invalidez de los prejuicios que acerca del arte africano aún prevalecen en nuestra sociedad.

También del siglo XX es la vasija antropomorfa femenina de la cultura Mangbetu (República Democrática del Congo). Destinadas a contener agua, vino de palma o aceite, estas piezas de barro pintado reproducen tanto la dolicocefalia de las gentes de este pueblo, como su característico peinado, que enfatiza aún más el alargamiento del cráneo. Por otra parte, además de apreciarse en ellas costumbres como la de las escarificaciones, hay quien ha querido ver en sus dientes un rasgo de la práctica del canibalismo, aunque se trata de una mera suposición. Sí que conviene destacar el simbolismo de la identificación del vientre de la mujer, contenedor de vida, y la forma abultada del cuerpo de la vasija.

Otra de las terracotas del museo nos recuerda cómo la práctica del vudú se halla muy difundida en Ghana, Togo y Benín desde el siglo XIX. Es el caso de la Mami Wata de la cultura EWE (Ghana, siglo XX), diosa vudú de la mujer –a la que protege en su regazo–, así como de las grandes extensiones de agua –océanos o grandes mares–. Su símbolo es, por tanto, la serpiente, que aquí se representa a modo de trenzas y alrededor del pecho de la figura. Es una divinidad caprichosa y vengativa que exige regalos del tipo de dulces, perfumes o joyas a cambio de sus dones, entre los que el más apreciado sería la fecundidad de la mujer. La pátina blanquecina que ha recibido esta pieza de barro se debe a que el blanco es uno de los colores que se atribuyen a esta deidad, cuyos equivalentes según el sincretismo religioso serían Yemanyá en la santería cubana y la Virgen de Regla en el catolicismo. Igualmente, el museo conserva una escultura de igual datación y procedencia del consorte de Mami Wata, Papa Densu, menos poderoso que ella y dios vudú de las aguas de extensión más reducida –ríos o lagos–, cuyo símbolo también es, en consecuencia, la serpiente. Esta pieza, además del prominente falo alusivo a su fertilidad, se caracteriza por sus tres cabezas que pudieran representar el pasado, el presente y el futuro. 

Por último, dentro de la excepcional colección del Museo de Arte Africano Arellano Alonso-UVa cabe destacar uno de los mayores conjuntos de jinetes de terracota conocidos hasta la fecha. Entre otros factores, su importancia radica en la escasez de las representaciones ecuestres entre los pueblos del África subsahariana occidental, donde la falta de agua y la mosca tse-tsé dificultan la supervivencia del caballo. La introducción de esta especie, asociada a los comerciantes que desde el norte atravesaban el desierto, se remonta a los siglos XII-XIV, aunque figuras datadas hacia el siglo IX demostrarían una presencia anterior en la zona. En general, estos pequeños jinetes de barro o bronce se dieron especialmente entre los pueblos de Malí, Camerún y Nigeria, donde adquirieron un carácter funerario de recuerdo del difunto, siendo a menudo situados en altares dentro de las propias casas. Lógicamente, la posesión de un caballo implicaba un rango político o militar superior, lo que hace pensar que estas figuras corresponderían a importantes personalidades dentro de la comunidad, como atestiguan, a su vez, las escarificaciones y joyas con que se los adorna. Especialmente significativo es el ejercito Guimbala (Malí, siglos XI-XVI), integrado por jinetes y soldados a pie, probablemente portadores de lanzas hoy desaparecidas. Esta pieza se ilustra en el volumen Hearth and Ore (1997) de Karl-Ferdinand Schaedler, quien fuera uno de los primeros investigadores sobre arte africano, lo que pone de relieve nuevamente el valor del conjunto que atesora la Sala Renacimiento del museo.