Ralston Crawford, Autopista de ultramar, 1939.

Como broche de oro a la celebración del centenario del nacimiento del barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (1921-2002), la exposición Arte americano en la colección Thyssen permite contemplar en Madrid un conjunto pictórico de 140 piezas de excepcional valor que, procedente de las colecciones de la familia Thyssen, de Carmen Thyssen-Bornemisza y del propio Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, evidencia el afán coleccionista del barón y el interés creciente que la producción artística estadounidense ha suscitado en el panorama internacional desde mediados del siglo XX: interés que, más allá de los reconocidos Expresionismo abstractoArte Pop, se dirige ahora especialmente hacia la revalorización de la pintura decimonónica norteamericana, en alza desde que en 1976 el MOMA organizara The Natural Paradise: Painting in America, 1800-1950, muestra conmemorativa del bicentenario de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

La colección Thyssen de arte americano

Con anterioridad, a finales de la década de 1950 el barón Thyssen había iniciado su colección americana con la compra de setenta grabados coloreados del pintor suizo Karl Bodmer, quien en 1832 recorriera el Misuri desde San Luis acompañando al explorador, etnógrafo y naturalista alemán, Maximiliano de Wied-Neuwied. El diario de este, ilustrado por las aguatintas realizadas a partir de las acuarelas de Bodmer, se tradujo muy pronto al francés y al inglés, sirviendo de inspiración para numerosos escritores, entre ellos el también alemán Karl May, autor de novelas de aventuras ambientadas en Norteamérica. Estos relatos –de los que el propio barón fue un gran lector– y otros títulos famosos como El último mohicano (1826) de James Fenimore Cooper, constituyeron junto con los del francés Chateaubriand –que viajó a EE.UU. en 1791 huyendo de la Revolución francesa–, una de las fuentes literarias más importantes a la hora de configurar el imaginario de una América virgen, épica y paradisiaca, así como de un nativo indio noble y fiel trasunto del buen salvaje rousseauniano; imaginario no solo asimilado por los artistas europeos, desde Girodet a Masson, sino también por los mismos estadounidenses, véase El reino apacible realizado por Edward Hicks hacia 1834.

En cualquier caso, la pintura de los Estados Unidos anterior a 1950 pasó desapercibida largo tiempo: ya durante el propio siglo XIX, cuando París y el viejo continente se consideraron centro y cuna de la civilización occidental, las obras norteamericanas quedaron relegadas a un segundo plano en importantes certámenes internacionales del tipo de las grandes Exposiciones Universales. No en vano, hubo de esperarse hasta la Guerra Fría para que la campaña de difusión internacional del arte estadounidense, mayormente orquestada por la Agencia de Información de EE.UU. y el International Council del MOMA, presentara el Expresionismo abstracto como el auténtico estilo americano que, mientras marcaba distancias con el idílico paisajismo romántico de los inicios, pasaba a ser ahora todo un referente de vanguardia para el mismo arte europeo. En este clima de exaltación de la pintura estadounidense, el barón Thyssen comenzó su colección de arte moderno norteamericano con la adquisición en 1963 de Marrón y plata I (1951), del que en vida había sido considerado artista-genio-héroe estadounidense por antonomasia y que, tras su triste fallecimiento en accidente de tráfico unos años antes, no había tardado en convertirse en mito: Jackson Pollock. A este lienzo siguió en 1968 el de Mark Tobey, Ritmos de la tierra (1961) y, más tarde, después de que el Musée du Louvre comprase en 1975 la obra de Thomas Cole, Cruz en la naturaleza salvaje (1827-1829), y de que se celebrara la citada muestra The Natural Paradise –la autora de cuyo catálogo, Barbara Novak, llegaría a ser asesora y teórica de la colección Thyssen–, el barón continuó ampliando el número de sus obras de arte americano con trabajos de Winslow Homer, el propio Cole y otros muchos autores, reforzando así un conjunto pictórico de los siglos XIX y XX –probablemente el más grande fuera de los Estados Unidos– que entre 1960 y 1990 llegaría a superar las 330 obras y que hoy hace del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid un referente europeo de primer orden para el estudio del arte estadounidense.

Naturaleza

En función de lo anterior, la muestra se ha estructurado en cuatro grandes áreas temáticas que giran en torno a las condiciones geográficas y culturales de los Estados Unidos de América. En primer lugar, Naturaleza incide en la importancia del paisaje en la conformación de una identidad genuinamente estadounidense a través del arte contemporáneo. De aparecer únicamente como telón de fondo en los retratos de los colonos, el entorno natural norteamericano se convirtió en protagonista de los lienzos de los pintores locales, especialmente a partir del siglo XIX con la paulatina llegada de las nuevas tendencias imperantes en Europa: el Romanticismo, el Realismo y, con ellos, la pintura del natural. No obstante, en EE.UU. el paisajismo adquirió una particular carga simbólica y político-patriótica, pues como señalaron Barbara Novak o Perry Miller, al mismo tiempo que se representaba, se estaba definiendo un territorio –y tanto es así que el formato panorámico horizontal terminó imponiéndose para mejor captar las vistas de los parajes autóctonos–. 

Igualmente, los cuadros de paisajes norteamericanos no pueden ser entendidos sin considerar la influencia de la concepción espiritual de la naturaleza virgen por parte de los primeros colonos puritanos o del trascendentalismo filosófico de Ralph Waldo Emerson y Henri David Thoreau, para quienes el individuo podía sentir la fuerza cósmica universal a través del medio natural del que formaba parte. En este sentido, en la exposición pueden admirarse obras en las que se aprecia un fuerte componente de carácter religioso o metafísico, como Cruz al atardecer, de Thomas Cole; Mañana, de George Inness –precisamente seguidor de Swedenborg– o Cruz en la naturaleza salvaje, de Frederic Edwin Church. Por otro lado, las obras de este último son representativas de la asimilación del interés científico y de su conciliación con la religiosidad cristiana por parte de los pintores estadounidenses que, en sintonía con las teorías positivistas y darwinistas, así como con los postulados de John Ruskin, se interesaron en sus cuadros por la representación minuciosa de cada detalle del entorno, atendiendo siempre a la aplicación de las nuevas teorías defendidas en los tratados científicos sobre la luz y el color. Particularmente Church, o su seguidor Heade, constituyeron importantes ejemplos del artista viajero o explorador al modo de Alexander von Humboldt; otros acompañaron expediciones científicas, como Thomas Moran, cuyas pinturas sobre Yellowstone contribuirían indudablemente a la declaración del enclave como Parque Nacional en 1872. Todas estas líneas de interpretación del patrimonio natural del subcontinente –actualizadas según los casos por las recientes aportaciones historiográficas de la ecocrítica– fueron retomadas de una u otra manera por los artistas norteamericanos del siglo XX, tal y como los lienzos de Alfonso Ossorio, Willem de Kooning, Arthur Dove, Georgia O’Keeffe, Mark Rothko, Jackson Pollock o Edward Hopper, entre otros muchos, hacen ostensible en la exposición.

Cruce de culturas

A continuación, Cruce de culturas analiza el papel del paisaje como escenario histórico, partiendo de las nociones que acuña Jean M. O’Brien en su obra Firsting and Lasting de 2010. En este sentido, lienzos como Pescadores en los Adirondacks, que William Louis Sonntag llevó a cabo hacia 1860-1870, patentizan el rol de los colonos británicos en cuanto descubridores, cultivadores y organizadores de un territorio donde no parece haber habido ninguna otra presencia, ni indígena, ni afroamericana, ni española o francesa. Esta legitimación de ‘ser los primeros’, se contrapone a la presentación de los nativos como una comunidad que ya forma parte del pasado y que se encuentra ‘en proceso de extinción’. Tras este apartado, se evidencia la evolución que experimenta la pintura de paisaje durante la Guerra Civil (1861-1865), cuando las vistas de la naturaleza se desembarazan de cualquier vínculo que pueda asociarlas al conflicto, ya sea haciendo desaparecer de ellas la representación humana, como en Playa de Singing, Manchester (1862), de Martin Johnson Heade; ya sea utilizando la presencia infantil como recurso conciliador, véase Contemplando el mar (ca. 1885), de Alfred Thompson Bricher; o bien recurriendo ahora a la población nativa como motivo neutro y pintoresco: es el caso de Montando el campamento (s. f.), de Joseph Henry Sharp. 

Seguidamente y recuperando las figuras de Church y Heade como pintores viajeros, la visión de un ‘paisajismo latinoamericano genérico’ –que muchas veces responde a los intereses comerciales de clientes estadounidenses y cuyo aspecto estereotipado combina el entusiasmo por lo exótico con la apropiación expansionista y el supremacismo– aparece confrontada al ‘excepcionalismo estadounidense’ propio de, por ejemplo, numerosos lienzos de Albert Bierstadt. Tampoco se olvida en esta sección la representación de los seres humanos que poblaron estos escenarios. Así, los pintores estadounidenses ofrecieron generalmente clichés de las poblaciones indígenas y afroamericanas, a las que se representó a menudo de forma despectiva y cómica, en una situación de inferioridad, como rareza exótica o reliquia del pasado frente al colectivo anglosajón, en el que se personifican las ideas de civilización y progreso. A esta superficialidad, extendida posteriormente a las imágenes de la clase obrera, se oponen los trabajos de artistas como Ben Shahn (1898-1969), pintor de origen lituano emigrado a EE.UU. a causa de la persecución zarista de los judíos. El protagonismo de las manos de los personajes de sus obras se revela como emblema de lucha y unidad. 

Espacio urbano

Pasando a la tercera sección, la muestra del Thyssen nos traslada del paisaje rural al metropolitano, centrándose ahora en el desarrollo de las grandes ciudades estadounidenses y en la manera en que este condicionó las costumbres y el sentir de su población. Así, Espacio urbano, aglutina una serie de obras que reflejan la vertiginosa transformación industrial de las capitales norteamericanas, en concreto Nueva York, que durante la segunda mitad del siglo XIX devino símbolo de modernidad y crisol cultural, con una escena creativa de gran atractivo para los artistas –muchos de los cuales se dedicaron a la ilustración o ‘el medio de la vida contemporánea’, en palabras de Kenneth Hayes Miller–. En este contexto, cabe destacar el impacto del rascacielos en pintores como John Marin, quien aseguraba que ‘si estos edificios me conmueven, también ellos deben de tener vida’. Su lenguaje, como el de Max Weber en su Estación terminal Grand Central (1915), está determinado por las vanguardias cubista y futurista. De particular interés a este respecto es la comparación de la ciudad de los rascacielos con las formaciones rocosas del paisaje estadounidense, como ocurre en la obra Cañones (1951) de Charles Sheeler, o en la exposición que el fotógrafo Alvin Langdon Coburn llevó a cabo en 1913, mostrando la serie Nueva York desde sus pináculos junto a imágenes del Gran Cañón y Yosemite. También las nuevas construcciones fueron fuente de inspiración para Georgia O’Keeffe, especialmente durante sus paseos nocturnos, tal y como revela Calle de Nueva York con luna (1925), donde parece escucharse el eco de las palabras de su autora al aseverar: ‘Nada más poético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre’. Igualmente, otro símbolo de modernidad asociado al medio urbano fue el automóvil y las infraestructuras que su empleo conllevaba. Esto explica que, tras la Gran DepresiónAutopista de ultramar (1939), de Ralston Crawford, se convirtiera en símbolo de desarrollo económico, libertad y promoción turística, ya que su título aludía a la travesía construida en los Cayos de Florida. El autor, que aseguró sentir que viajaba por el mar al encontrarse con su coche sobre aquella calzada, obtuvo gran notoriedad al publicarse en la revista Life uno de los cuadros de la serie.

En este punto, recordando la obra Manhattan Transfer de John Dos Passos, la exposición no olvida ilustrar la representación de la ‘multitud solitaria’ que habitaba las urbes norteamericanas, sucediéndose, desde el siglo XIX al XX, los cuadros de figuras femeninas en actitud contemplativa de Eastman Johnson, Winslow Homer y Edward Hopper, con especial protagonismo de la ventana como medio de conexión entre el vacío interior y la soledad exterior, y alternando el ámbito doméstico y los lugares de tránsito o, como diría Marc Augé, los ‘no-lugares’. La reflexión personal, la angustia de la Gran Depresión, el aislamiento y la diversidad cultural se plantean en obras como Luna sobre Alabama, donde Richard Lindner refleja la incomunicación social al representar el momento en que dos personas anónimas, una mujer blanca y un hombre negro, se cruzan por la calle. No debe pasarse por alto que la fecha de realización del lienzo, 1963, resultó ser un año de especial importancia en la historia de la reivindicación de los derechos de la población afroamericana, también en Alabama. Finalmente, antes de ocuparse del ocio en la ciudad industrial, la exposición se centra en el retrato y el autorretrato, entendido este como particular proyección de unas emociones que el autor plasma en toda su producción, de acuerdo con la afirmación de Raphael Soyer de que ‘tu obra es lo que tú eres. Miras al mundo a través de ti mismo’. Charles Demuth, John Frederick Peto, Arshile Gorky, Willem de Kooning y Jean-Michel Basquiat son algunos de los pintores con representación en este apartado. 

Finalmente, Espacio urbano atiende a la representación de las nuevas formas de ocio que surgen a medida que el desarrollo industrial acorta la jornada laboral y provoca el hacinamiento de las clases trabajadoras en domicilios y fábricas. El nacimiento de los grandes parques públicos, el paseo urbano y rural, los baños de mar y la búsqueda del entretenimiento en parques de recreo como Coney Island, entre otros hábitos de ocio y consumo modernos favorecidos por el desarrollo del ferrocarril y el metropolitano, protagonizaron los lienzos de los pintores estadounidenses desde mediados del siglo XIX, con ejemplos en la exposición, entre muchos otros, de los dos principales representantes del impresionismo norteamericano: Childe Hassam y William Merritt Chase. Posteriormente, cabe subrayar los intentos de artistas como Marsden Hartley, John Marin y Arthur Dove por reproducir pictóricamente el sonido, en un momento en que la música alcanza una extraordinaria popularidad gracias a la comercialización del fonógrafo y la radio. Concretamente, el nacimiento del jazz en la década de 1920 se presenta como una nueva forma de expresión autóctona, propiamente americana y sinónimo de libertad y modernidad. Con ella también se ha puesto en relación la pintura de Jackson Pollock, quien calificaría el jazz como ‘la única otra cosa creativa [además del Expresionismo abstracto] que estaba ocurriendo en el país’.

Cultura material

Esta última sección parte de lo que Jane Bennett denominó ‘el poder de las cosas’ para hacer un recorrido por la representación de los objetos en la pintura estadounidense moderna que, obviamente, halla en el género del bodegón un recurso expresivo de primer orden. Así, las naturalezas muertas de los artistas norteamericanos, no solo proporcionan un testimonio elocuente de la evolución estilística del arte local a lo largo del tiempo, sino que suponen una auténtica fuente documental que nos habla de la multiculturalidad, de la colonización y de los hábitos de consumo en los EE.UU., asociados a acontecimientos históricos como, por ejemplo, la aprobación de la Ley Seca (1920-1933). Tampoco puede olvidarse la búsqueda de un arte genuinamente americano a partir del tratamiento experimental del objeto en la generación de artistas que lidera Gertrude Stein, el interés por la naturaleza de Georgia O’Keeffe, la abstracción y objetualidad de las pinturas de Frank Stella o la exaltación y reflexión sobre la sociedad de consumo que generan las obras del arte pop, en las que objetos y cuerpo humano
–generalmente femenino– comparten protagonismo en la composición: véase el Desnudo nº 1 (1970) de Tom Wesselmann. 

Asimismo, Cultura material incide en el tratamiento artístico de dos productos típicamente norteamericanos: el tabaco y el automóvil. Si desde finales del siglo XIX la representación del tabaco, en cuanto heredera de la pintura holandesa del XVII, se convierte en símbolo del ocio burgués masculino y se asocia a la libre contemplación como memento mori y símbolo del tempus fugit, el automóvil también se vuelve sinónimo de libertad y modernidad, hasta el punto de que, tal y como afirma Cotten Seiler en A Republic of Drivers (2008), ‘los horizontes de la ciudadanía llegaron a parecerse mucho a los de la conducción’ –condicionando, por ejemplo, la percepción política del propio paisaje estadounidense–. Por otra parte, ese tiempo que fluye mientras se fuma y la idea de velocidad asociada al vehículo motorizado en sintonía con la concepción contemporánea del Time Is Money, se refleja en la cultura de la comida rápida y de los productos comercializados por multinacionales como Coca-Cola, que también llegan a ser motivo de inspiración para muchos de los artistas estadounidenses contemporáneos, como Richard Estes. 

Por último, la exposición concluye con una alusión a la cultura material indígena vista por los occidentales, tanto desde el punto de vista etnográfico en los grabados de Bodmer, como desde una perspectiva romántica y nostálgica en los bronces y óleos de Frederic Remington, justo cuando los nativos ya han sido recluidos en reservas (1850-1887) y el bisonte ha quedado prácticamente extinguido (hacia 1900). 

Bibliografía
Paloma Alarcó, Alba Campo Rosillo et al., Arte americano en la colección Thyssen (cat. exp.). Madrid, Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, 2021.

Arte americano en la colección Thyssen
Del 14 de diciembre de 2021 al 16 de octubre de 2022
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Más información en www.museothyssen.org