Vista de la Isla de Lobos desde el Parque Natural de las Dunas de Corralejo.

A unas dos millas al noreste de la localidad majorera de Corralejo se encuentra el Islote de Lobos, declarado parque natural en 1982 y que desde hace dieciséis años forma parte de la denominación Reserva de la Biosfera de Fuerteventura, aprobada con fecha 26 de mayo de 2009 en la surcoreana Isla de Jeju durante la XXI sesión del Consejo Internacional de Coordinación del Programa El Hombre y la Biosfera de la UNESCO. No es de extrañar, por consiguiente, que para visitar este enclave natural protegido sea indispensable contar con una autorización —gratuita, personal e intransferible— de la Consejería de Medio Ambiente que, a fin de preservar su incalculable valor ecológico, ha limitado a doscientas personas la presencia simultánea de excursionistas en el islote. Se trata de un permiso —por un máximo de cuatro horas durante la mañana o la tarde— que se obtiene fácilmente en línea a través de la página del Cabildo insular o directamente en la web www.lobospass.com. Una vez recibida la confirmación, es posible reservar plaza en uno de los transbordadores que —además de los water taxi— enlazan diariamente la isla de Fuerteventura con Lobos, siendo la duración media de cada trayecto de cerca de un cuarto de hora. Llegados al islote, los visitantes pueden recorrer toda su extensión a pie o en bicicleta sin abandonar los senderos a tal efecto habilitados. Ya se opte por relajarse en la playa o por explorar el increíble entorno con que el islote sorprende al turista, han de tenerse bien presentes las condiciones climatológicas del momento e ir bien provisto de agua, vestimenta y calzado adecuados, sombrero y protección solar.

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Islote de Lobos… marinos

En su Historia de los grandes viajes y los grandes viajeros (1878), Julio Verne relata la expedición a las Islas Afortunadas de Jean de Béthecourt y Gadifer de La Salle, de quien nos dice: ‘Este, no sospechando en manera alguna de la conducta de Berneval, ocupábase en la caza de los lobos marinos en el islote de Lobos, acompañado de su amigo Remonnet de Leveden y otros muchos’. En realidad así era como se conocía a la foca monje, mamífero que antiguamente poblaba la pequeña isla y que terminó extinguiéndose en las Canarias durante el primer cuarto del pasado siglo. En efecto, se trata de un animal que, a diferencia de las otras diecisiete variantes de su misma especie, habita las aguas templadas del Mediterráneo y el área central del océano Atlántico. Esta foca, que puede alcanzar los cuatrocientos kilogramos de peso y los tres metros de longitud, presenta una coloración gris plateada en las hembras y una tonalidad negra en el dorso y vientre de los machos. Precisamente, durante su estancia en el archipiélago canario al servicio de Felipe II, el ingeniero militar italiano Leonardo Torriani (1559-1628) describiría de este modo uno de sus ejemplares: ‘estaba totalmente cubierto con bellísimas escamas blancas, encarnadas y azules, con los pelos y la barba larga. Las manos y los pies tenían forma de aleta de pez’. Sin embargo, su rasgo más característico son los pliegues que se aprecian en su cuello, debidos a la acumulación de grasa y que se asemejan a la capucha del hábito de un fraile, razón del apelativo por el que se conoce a esta especie que, a su vez, dio nombre al islote.

Como puede suponerse, desde el inicio de la conquista de Canarias en 1402 por parte de los citados Bethencourt y La Salle, el islote devino punto de avituallamiento de la carne, la grasa y la piel que proporcionaba la caza de los ‘lobos marinos’. Este antecedente, unido al progresivo incremento de la población humana en las islas y la escasez de alimento habrían provocado la definitiva desaparición de la llamada foca monje, la única junto con la foca de Hawái que hoy se encuentra en grave peligro de extinción. Así, en los últimos años su número se habría visto reducido a los quinientos, repartidos principalmente entre las costas del Sáhara occidental y el archipiélago portugués de las Islas Desertas, próximo a Madeira. En la actualidad, la reproducción escultórica de los ‘lobos marinos’ y un panel informativo junto al muelle del islote recuerdan al visitante quienes fueron los, por desgracia hoy desaparecidos, primitivos pobladores del lugar.

Vulcanismos pleistocenos 

El islote de Lobos, triángulo irregular o trapezoide de unos cinco kilómetros cuadrados de extensión —467,9 hectáreas y 13,7 kilómetros de perímetro costero—, se habría conformado hace alrededor de unos 50.000 años, durante el Pleistoceno Superior. Su origen debe enmarcarse en la actividad volcánica de la serie del Bayuyo, un proceso que tuvo lugar en el norte de Fuerteventura desde hace 135.000 años hasta hace 10.000, aproximadamente. En ese contexto, la erupción de la Caldera de Lobos —cuyo ascenso de 127 metros supone una de las principales atracciones del islote con fantásticas vistas del Parque Natural de las Dunas de Corralejo, así como de Playa Blanca y la costa sur lanzaroteña— ocasionó el nacimiento de la isla. 

Paisajísticamente, el enclave nos ofrece una variada tipología de formaciones geológicas altamente representativas de entornos volcánicos: desde los hornitos o chimeneas de emisión de lava o gases —‘volcanes de pequeño tamaño’ según el Diccionario histórico del español de Canarias— hasta los campos de malpaís, extensiones rocosas áridas y poco erosionadas constituidas a raíz del enfriamiento de la lava y cuya planitud contrasta con el perfil triangular de los primeros. Todo ello sin olvidar los saladares, lagunas aisladas que nacen, se mantienen o desaparecen según las mareas, como el saladar del Faro, llano inundado periódicamente por la subida de las aguas. Cabe asimismo recordar que la porosidad del material volcánico propicia las filtraciones de agua por el subsuelo y, en consecuencia, la abundancia de sal en el terreno: esto sucede en las hoyas o depresiones salitrosas que durante ciertos periodos cubre el agua que asciende del fondo. Por otra parte, igualmente interesante es la acción erosiva del oleaje que, por ejemplo, ha hecho desaparecer la mitad norte del cráter de la mencionada Caldera de Lobos, generando la denominada Caleta del Palo y su peculiar forma de herradura.

Valor medioambiental y arqueológico

Por su riquísimo patrimonio ecológico, el Parque Natural Isla de Lobos ha sido asimismo declarado Zona de especial protección para aves (ZEPA) y Zona de especial conservación (ZEC) dentro del programa Red Natura 2000. También SEO/BirdLife lo considera Área importante para las aves (IBA) desde 1998. Y es que el islote alberga importantes colonias de aves marinas como la pardela cenicienta o la gaviota patiamarilla, aparte de otras muchas especies que allí es posible encontrar, entre otras, las propias de hábitats esteparios —el bisbita caminero o la curruca tomillera—, las rapaces —alimoches o águilas pescadoras— y las limícolas nidificantes o migratorias —véase la cigüeñuela común o la garza real, respectivamente—. Precisamente en el saladar de Las lagunitas existe un hide u observatorio, desde el que poder contemplar todas estas aves sin alterar un ecosistema frágil y de gran calidad paisajística. Sus inundaciones periódicas favorecen la existencia de estos ejemplares faunísticos así como una rica vegetación que cuenta con especies endémicas del tipo de la Siempreviva de Lobos

Otro particular atractivo del islote es que allí se encuentra el que ha sido considerado el yacimiento arqueológico más antiguo de las Islas Canarias. Al parecer, los turistas que visitaban la isla comenzaron a encontrar fragmentos cerámicos junto a la playa de la Calera o de la Concha. No fueron los únicos restos: también aparecieron los de unos moluscos que resultaron corresponder a ejemplares de la Stramonitahaemastoma o Thais haemastona, empleada en la Antigua Roma como tinte purpúreo. Estos hallazgos permitieron descubrir en 2012 los vestigios de una factoría de púrpura romana de hace dos milenios, con gran cantidad de cerámica procedente del sur de Hispania. Por esta razón se cree que durante un siglo —aunque no de forma continuada— habría existido allí un asentimiento, algunos de cuyos habitantes pudieran haber procedido de la antigua Gades (Cádiz). No obstante, son muchos los interrogantes que aún hoy permanecen sin respuesta, para empezar y primordialmente, cómo habría sido posible la fundación de dicho asentamiento en aquel apartado espacio carente de recursos para el desarrollo de la vida humana.

A propósito de recursos, a mediados del pasado siglo se construyeron cerca de la playa de la Calera las salinas de Lobos, o lo que es lo mismo, seis cocederos y dieciséis tajos destinados a la extracción de sal. Aunque las nuevas técnicas de conservación impidieron que entrasen en funcionamiento, su superficie total llegó a ocupar 15.795 metros cuadrados de una explanada arcillosa. Proyectado en piedra con una capa impermeable de barro para favorecer la evaporación del agua, este tipo de salina artificial adaptado a la geografía local proviene de Lanzarote, donde proliferó a principios del siglo XIX —aunque en Canarias ya era tradición la extracción natural de sal en los charcos altos durante la plenamar y las salinas artificiales se venían utilizando con dos siglos de anterioridad—.

Del mar y las letras

A mediados del siglo XIX se inicia la cimentación del Faro de Martiño en el extremo norte del islote, sobre el cerro y la punta del mismo nombre. Este faro, junto con el de la Punta Pechiguera en Lanzarote y el de El Tostón, cerca de El Cotillo en Fuerteventura, ilumina el Estrecho de la Bocayna que separa las dos grandes islas. Su fábrica fue prevista en el Plan General para el alumbrado marítimo de costas y puertos de España e islas adyacentes, aprobado por la Real Orden de 13 de septiembre de 1847 que, diez años más tarde, inspiraría el Plan general de alumbrado marítimo de las Islas Canarias. En este caso, el ingeniero Juan León y Castillo (1834-1912) concibió un edificio de gran sobriedad y sencillez que combinaba su impronta neoclásica con rasgos de la arquitectura tradicional, al tratarse de un paralelepípedo de techumbre plana y gran pureza volumétrica, desprovisto de ornamentación y con distribución de estancias en torno a un patio interior. La existencia de este faro, que decoraba con cantería elementos constructivos destacados como el zócalo, la cornisa y los marcos de puerta y ventanas, además de reforzar por entero sus ángulos y torre, implicó un cambio sustancial en la historia de un islote deshabitado que, desde la entrada en servicio de esta infraestructura en 1865, iba a contar por primera vez con un isleño residente: el farero, importante figura que se mantendría durante el siglo XX, desapareciendo con la llegada de la automatización. Hasta entonces el inmueble estuvo dotado de los recursos necesarios para facilitar la vida sedentaria: horno, lavaderos, espacios para la cría de animales y aljibes con la función de depósito de agua potable.

Justamente en este faro nació en 1903 la poeta Josefina Pla, hija del torrero Leopoldo Pla y de Rafaela Guerra Galvani. Aunque solo pasó allí parte de su infancia antes de marchar, primero a la península y, tras su matrimonio con el pintor y ceramista paraguayo Andrés Campos Cervera (1888-1937), al país natal de su esposo, el recuerdo del Faro Martiño y la Isla de Lobos marcarían para siempre la trayectoria de esta autora, nominada en dos ocasiones al Premio Cervantes y una al Príncipe de Asturias. En sus propias palabras, ‘creo que aquella vida en medio de la nada, rodeada del mar insondable y del horizonte lejano fue templando mi espíritu para mi vida futura’. Tras su fallecimiento en 1999, un busto junto al muelle y distintas placas conmemorativas en el propio faro mantienen vivo su recuerdo, al igual que ella siempre conservó intacta la memoria de su procedencia, aun cuando el paso del tiempo amenazase con desdibujarla:

Nunca olvidé que era canaria, y para más, majorera. Pero nunca tampoco pude recordar cómo eran —cómo son— estas Canarias con cuyo barro se amasaron años párvulos míos. Todo lo que de ellas podía evocar eran sueltas, breves imágenes: un par de camellos, terror de párvula; unas plantas de hojitas como dedos de ángeles, de diversos colores (…) Otras imágenes que de esta tierra tuviera, me las dibujaron ajenos labios nostálgicos. La Isla de Lobos, donde nací, verruga en el mar de la epopeya definitiva de la conquista del planeta, es una estampa que me construyeron; como la de la tormenta que fue orquesta del nacimiento, o la del charco con pececillos ‘impescables’, que pasó, con el tiempo, a ser, para mí, el símbolo del ser, perseguido y contantemente fugitivo en la poesía… Otras estampas más tarde me las dibujarían los libros: los valles, paraísos de fertilidad; las rocas como hongos telúricos moldeados por el fuego y el viento; el volcán señorial superviviente…’ (vid. Juan Manuel García Ramos, Por un imaginario atlántico. Las otras crónicas, Montesinos, 1996)

Numerosas instantáneas, como las que literariamente expresó Pla, se agolpan en el recuerdo del visitante que ahora se aleja del Islote de Lobos surcando la aguas, contemplando ya en la lejanía aquella pequeña porción de tierra solitaria y aislada cuya historia se remonta al origen de los tiempos. Icono indisociable de las costas majorera y lanzaroteña, sus gamas ocres y oscuras, las de la arena dorada y el azulado horizonte en que cielo y mar se confunden, convierten aquella verruga en medio de la nada en particular e insondable dominio de la poesía

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