Le dimanche o rut marin, 1935.

La nueva exposición temporal del Museo Picasso Málaga está dedicada al ‘tercer gran nombre’ que —de acuerdo con Juan Manuel Bonet en su Diccionario de las vanguardias en España, 1907-1936— nuestro país aportara al Surrealismo. Y es que junto con Miró y Dalí, el tinerfeño Óscar Domínguez (1906-1957) es considerado uno de los máximos representantes españoles de la pintura surrealista. Así, organizada en colaboración con la Colección Óscar Domínguez del TEA (Tenerife Espacio de las Artes), esta gran retrospectiva malagueña reúne más de cien obras que evidencian, en palabras del comisario de la muestra, Isidro Hernández Gutiérrez, cómo la pintura de Domínguez ‘busca dotar de sentido al ejercicio de la libertad creadora, entendiendo arte y vida como un único impulso en el que el azar, el deseo, el humor negro y lo irracional se dan la mano’. —‘Nunca pienso’, confesaba Domínguez según el testimonio de la artista Maud Bonneaud, quien lo definía como un ‘ser telúrico, preso de sus fantasmas, hundido a gusto en los olores, las savias, la sabiduría del Atlántico y de la isla’: un pintor cuya mente funcionaba por receptividad, pues ‘cualquier fenómeno exterior desencadenaba una serie de reacciones perfectamente inesperadas, pero legibles para quien supiera seguir el hilo de Ariadna de su laberinto apasionado, infantil y apasionante’. En este sentido, otros autores como Domingo Pérez Minik vieron en él ‘sencillamente un niño salvaje, ajeno a todo orden dialéctico’, además de un ‘disidente perenne, de esos que después de cualquier revolución no saben construir un mundo nuevo’; y de ahí que los hallazgos de este creador autodidacta nunca dejasen de implicar sino el inicio de una nueva exploración plástica.

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Surrealismo espontáneo

Óscar Domínguez nació en La Laguna y su infancia quedó marcada por las playas de arenas negras y los acantilados de la costa en los alrededores de Tacoronte. Allí, afirma Ana María Preckler, ‘aprendió a ver la vida como drama de la naturaleza’. Cumplidos los veinte años y a fin de gestionar las exportaciones del negocio familiar —su padre era propietario de haciendas y plantaciones de plátanos—, Domínguez se traslada a París, donde acabará residiendo el resto de su vida. Aunque emprende su carrera artística como amateur en 1929, el fallecimiento de su padre dos años después le obliga a asegurarse unos ingresos, dejando de pintar, por consiguiente, como mero aficionado. De esta suerte, en 1933 Domínguez celebra su primera exposición individual en Tenerife y participa en el concurso de carteles turísticos del Cabildo Insular, obteniendo el primer y el segundo premio. Un año más tarde se establece definitivamente en la capital francesa con el firme propósito de consagrarse por entero a la pintura y, aun careciendo de un contacto previo, se aproxima al círculo surrealista, demostrando una fuerza creativa y un carácter onírico en sus paisajes de reminiscencias insulares que le harán valedor del calificativo de ‘surrealista espontáneo’. Instalado hacia 1935 en su primer estudio, que comparte con la pianista polaca Roma Damska en la rue des Abbesses de Montmartre, Domínguez asiste al Café de la Place Blanche, donde entra en contacto con André Breton, Salvador Dalí, Max Ernst, Yves Tanguy y Marcel Jean, quien poseía un taller próximo al del canario. De esta primera etapa surrealista cabe reseñar obras como el Drago, de 1933, árbol mítico canario nacido de la sangre del dragón que guardaba las manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides y que Domínguez asocia a otras figuras y objetos sintetizando, como gran constante en su obra, realidad, imaginación, ciencia, leyenda, historia y biografía.

Decalcomanías y Exposición surrealista

Si en este momento el artista acusa una importante influencia daliniana, pronto forja su propia personalidad artística mediante, por ejemplo, la construcción de objetos surreales o la experimentación del automatismo a través de la técnica de la decalcomanía, que Paul Éluard y André Breton le atribuyen en el Diccionario del Surrealismo aparecido en París en 1937 y que —bajo la denominación de ‘decalcomanía sin objeto preconcebido’ o ‘decalcomanía del deseo’—  el mismo Breton describe en Minotaure como una ‘receta al alcance de todos que ha de ser incorporada a los secretos del arte mágico surrealista (…) para abrir a voluntad su ventana a los más hermosos paisajes del mundo y de otros lugares’. Básicamente el procedimiento consiste en impregnar de tinta, gouache o acuarela una hoja que, al doblarse por la mitad o presionar otra distinta sobre ella, genera accidentalmente composiciones de gran espontaneidad cuyos motivos, tal y como era el gusto de los surrealistas, originan imprevistas e inusitadas asociaciones. En este sentido, asevera Hernández Gutiérrez, ‘la pintura de Óscar Domínguez nos ofrece una maquinaria onírica capaz de dinamitar la realidad inmediata a través de metáforas desviadas y desafiantes, pues sus creaciones constituyen una de las más altas manifestaciones del impulso del juego, libre e imprevisible’.

Al parecer las conversaciones con Domínguez y la fascinación de su lugar de proveniencia inspirarían a Breton la idea del trascendental viaje a Canarias donde fenómenos como el mar de nubes del Teide supondría para el francés la constatación de que allí ‘el sueño se hace realidad física’ y, por lo tanto, ‘la superación de la realidad no se hace en nombre de la metafísica, sino al contrario’ (L. Casado, Manifiesto del surrealismo cien años después, Akal, 2025). Sea como fuere, el 11 de mayo de 1935 se inauguró en el Ateneo de Santa Cruz de Tenerife la Exposición surrealista organizada por Gaceta de arte, una muestra que, además de contar con la participación de André Breton y Benjamin Péret pronunciando sendas conferencias, logró reunir setenta y seis cuadros y fotografías de, entre otros, Picasso, Dalí, Miró, Max Ernst, Marcel Duchamp y Man Ray, sin olvidar, por supuesto, al propio Domínguez

Domínguez cósmico y litocrónico

Asimismo, de entre 1938 y 1939 datan las que se conocen como ‘pinturas cósmicas’ o inquietantes visiones de lo que podrían considerarse enigmáticos paisajes siderales o planetarios de formas sintéticas y desnudas en una tonalidad predominantemente grisácea que, amalgamando las impresiones y recuerdos de los lugares vividos durante la infancia y juventud, reflejarían el misterio y la magia de la naturaleza volcánica canaria. En efecto, Los platillos volantes, de 1939, trasladan al espectador a un espacio onírico, irreal, atemporal, sin presencia humana y dominado por fuerzas centrífugas y centrípetas. Inmediatamente después, las superficies litocrónicas —cuya denominación aúna los vocablos griegos lithos (piedra) y chronos (tiempo)— ‘parecen querer representar a través de texturas y técnicas experimentales la sedimentación del tiempo, revelando su atracción por lo ancestral’, indican fuentes del Museo Picasso Málaga. De esta forma, Sin título [Composición litocrónica], de 1940, se interpreta como una metáfora de la eterna lucha entre la vida y la muerte encarnada en el enfrentamiento entre dos insectos que, inmersos en un paisaje convulso, combaten por la supervivencia, rodeados de amenazadoras formas espirales que transcriben gráficamente el carácter indómito e irrefrenable de las fuerzas telúricas.

Ocupación nazi

La invasión alemana obliga a Óscar Domínguez a trasladarse a Marsella, con la esperanza de conseguir un visado para huir a los Estados Unidos de América. Sin embargo, el Comité americano de ayuda a los intelectuales no logra proporcionarle la documentación necesaria, tal vez debido a la condición de exiliado del artista español que, a finales de 1941, debe regresar a París. A partir de entonces Domínguez abandona el automatismo y colabora como ilustrador en las publicaciones del grupo surrealista clandestino La Main à Plume, para cuya obra colectiva La conquête du monde par l’image (1942) también publica el artículo ‘La petrificación del tiempo’, acerca de la teoría litocrónica que compartía con el escritor Ernesto Sábato. Según Domínguez, imaginando un león africano entre dos momentos de su existencia, el conjunto de todos sus instantes y posiciones durante ese intervalo quedaría englobado en una superficie de ‘extremadamente delicadas y matizadas características morfológicas’, o sea, una superficie ‘litocrónica’ (L. Dalrymple Henderson, The Fourth Dimension and Non-Euclidean Geometry in Modern Art, MIT Press, 2018).

Por otra parte, durante este periodo de ocupación Óscar Domínguez estrechó lazos de amistad con Pablo Picasso —a quien denominaría ‘el hombre más sensacional de la época’—, hecho que artísticamente se tradujo en la asimilación de los procesos de deconstrucción y fragmentación del Cubismo. Igualmente, por entonces la pintura de Domínguez se vería marcada por la corriente metafísica de Giorgio de Chirico, tal y como atestiguan lienzos del tipo de La Venus del Ebro, realizado por el pintor canario en 1943. No obstante, hacia principios de los años cincuenta se abre una nueva etapa en su trayectoria, determinada ahora por el ‘triple trazo’ de una fina línea de tinta y sus bordes blancos que recorren el perímetro de las figuras estilizando su representación. Esta fase es conocida como ‘pintura esquemática’ (1949-1953) y viene acompañada de una mayor sobriedad, equilibrio y sosiego en el cromatismo y articulación de sus composiciones, ateliers de carácter metalingüístico y seres híbridos que recuerdan su pasado metamórfico. Finalmente Domínguez se aproximaría a la abstracción y, justo antes de su muerte, retomaría la práctica del automatismo, terminando tristemente sus días afectado de acromegalia o elefantiasis, la enfermedad degenerativa que de forma inexorable transformaba su físico y le sumía en las adiciones y la depresión, hasta que en la Nochevieja de 1957 se quitase la vida aquel que dos años antes fuera descrito por Maud Bonneaud como:

Español, canario, surrealista, pintor, poeta, amañado y gran bailarín de tango, Domínguez destaca con talla de coloso e imaginación de niño en una época en la que el intelectualismo gira en redondo y gira. Su pintura evoluciona a saltos, su espíritu funciona por asociación de ideas, sus grandes manos saben reparar minúsculos resortes de reloj o forjar altas estatuas de hierro y garabatear en servilletas de papel poemas difícilmente descifrables, donde los temas de su infancia, de su isla y de toda su obra afloran a borbotones.

Óscar Domínguez
Desde el 20 de junio hasta el 13 de octubre de 2025
Museo Picasso Málaga
Más información en: www.museopicassomalaga.org