Don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza.
La creación de monumentos funerarios se ha venido explicando a lo largo de la historia, no solo por el hecho de presentarse estos como receptáculos donde dar sepultura a un cadáver, sino también por convertirse en espacios tangibles capaces de traducir en piedra u otro material el perenne recuerdo de la persona que allí reposa.
De esta forma, nuestra tradición cultural ha hecho converger en los sepulcros la fama y memoria del difunto con el discurso cristiano de la salvación del alma y, aunque en ocasiones puedan mostrarse como testigos impasibles y fríos de la sombría presencia de la muerte, este tipo de sepultura ha llegado a ser toda una elocuente manifestación plástica a la vez que social y religiosa.
Posiblemente el sepulcro de Martín Vázquez de Arce sea uno de los más conocidos y alabados monumentos funerarios de toda la Historia del Arte español. De hecho, el Doncel –sobrenombre con el que el joven pasó a la historia– se ha convertido en el apelativo del lugar que le vio nacer y que hoy custodia sus restos mortales: la ciudad de Sigüenza, también conocida como “la ciudad del Doncel”.
Así, en el interior de la imponente catedral seguntina se halla la Capilla de San Juan y Santa Catalina, espacio que desde hace siglos acoge el sepulcro que custodia el cuerpo del malogrado Martín. Fue en 1486 cuando el comendador Fernando de Arce solicitó la cesión de dicha capilla para poder enterrar en ella a su hijo, muerto en las guerras de Granada. Tras diferentes avatares, el cabildo concedía al comendador y a su esposa el derecho de sepultura, no solo para Martín, sino también para el resto de su linaje.
El monumento, realizado aproximadamente entre 1491 y 1497, se presenta en el muro del lado del evangelio de la capilla, conformado por un arcosolio que conserva decoración gótica en el extradós. La pared ha sido horadada para, siguiendo esta tipología funeraria de origen paleocristiano, crear un nicho sobre el que apoyar el lecho sepulcral donde reposa el difunto. A su vez, este nicho es soportado por tres leones como símbolo de protección y resurrección del finado.
Por otra parte, el frente de la cama sepulcral se adorna con cinco paneles donde se combinan motivos heráldicos y figurativos con formas vegetales a candelieri. Asimismo, en la nacela que forma el borde de esta cama puede leerse una inscripción que alude a cómo a la edad de 25 años murió en batalla el Doncel. Este, totalmente concentrado en la lectura del libro que sostiene con ambas manos, se recuesta apoyando su brazo derecho sobre unas ramas de laurel que simbolizan el triunfo y que le sirven de almohada. La figura, tallada en alabastro, viste las rígidas piezas que conforman la armadura, sobre la que se coloca una doble cota de malla tejida en su zona superior con, como explicaba Ricardo Orueta (1868-1939), “tiras de cuero que le defienden el cuerpo” y que fueron esculpidas, añadimos en estos renglones, con unas calidades excepcionales. Sobre sus hombros lleva una capa donde aparece tallada la Cruz de Santiago –orden a la que pertenecía– y su cabeza la cubre el casquete que deja al aire gran parte de su media melena, permitiendo adivinar cómo lucía el tan característico flequillo de la época.
Además, su condición castrense queda reflejada mediante la presencia de parte de la panoplia militar como, por ejemplo, la daga que porta prendida de la cintura y, a sus pies, el yelmo sobre el que descansa un pequeño y pesaroso paje, figura muy frecuente en los sepulcros realizados a fines del siglo XV. Otro detalle a tener en cuenta es que el Doncel cruza las piernas adoptando una postura que se relaciona con los caballeros cruzados o defensores de la cruz y, de nuevo junto a sus extremidades inferiores, un cuarto león lo custodia, como también lo hacen las figuras de los santos Andrés y Santiago, patronos de la Milicia y de su orden de caballería.
En la parte superior, una placa rectangular de alabastro recoge una nueva leyenda alusiva a la muerte del finado mientras auxiliaba al duque del Infantado en la Vega de Granada y, en el luneto del arco, una pintura representa diferentes escenas referentes a la Pasión del Señor, la cual se ha pretendido relacionar con la heroica muerte del joven acaecida en tierras andaluzas.
No obstante, el monumento funerario de don Martín es mucho más que un sentido homenaje a la figura de un héroe caído en el campo de batalla. Su actitud y su postura revelan, aparte de sus dotes como militar, su carácter de hombre culto, versado en las letras. Y será precisamente en esta dualidad del hombre de armas y de letras donde radique la principal innovación que este sepulcro aporta al campo escultórico. De este modo y como bellamente relata Emilia Pardo Bazán, su efigie se torna “una trova, unas notas de laúd traducidas en piedra… (con una) actitud más meditabunda que caballeresca…”.
Y es que en comparación con otras esculturas funerarias de la época, el autor del Doncel de Sigüenza –desconocido hasta la fecha debido a la falta de documentación, pues como apunta Mª del Carmen Muñoz Párraga los gastos de particulares no se recogerían en los Libros de Fábrica– parece haberse adelantado a su tiempo, ya que el finado no se representa yacente, hierático, sino que se muestra “vivo”, inmerso en la lectura. Esta tipología de los “recostados” o “semi-yacentes” está íntimamente ligada a los modelos iconográficos funerarios griegos, divulgados gracias a los sepulcros historiados etruscos y romanos a partir del siglo II d. C. Su fortuna en Europa desde finales del siglo XV hasta prácticamente el XVII fue debida a su simbolismo de glorificación terrena del finado al imitarse el rostro del personaje con vida. Lo normal, sin embargo, es que apareciesen con los ojos cerrados, sumidos en el mismo apacible sueño que los yacentes. Según Panosfky, este motivo iconográfico se habría originado en España y habría sido descubierto por Andrea Sansovino durante su visita al convento de San Francisco de Guadalajara así como a esta capilla seguntina de los Vázquez de Arce –una teoría que, no obstante, desmiente la más reciente investigación de Isabel Sánchez–. Por cuanto respecta a la presencia del libro, recurso que cuenta con precedentes medievales como por ejemplo el sepulcro de Leonor de Aquitania en la abadía de Fontevraud (siglo XIII), aludiría ahora especialmente a la preparación humanista del joven, que había crecido amparado por la importante Corte del Infantado, en un ambiente imbuido de arte y cultura:
“Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales –nos dice Ortega y Gasset–. Este hombre parece más de pluma que de espada (…) La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la dialéctica?”.
El Doncel entroncaría entonces con el pensamiento humanista de la concordatio entre las armas y las letras, mediante la cual se convertiría, según señala Isabel Sánchez, en “un nuevo tipo de héroe que no solamente se lanza a la lucha en defensa de la fe, sino que también es consciente de su prestigio social y de que este se hace patente a través del valor que se asigna con su conocimiento de las letras”.
El resultado de tan magistral concepción supone una verdadera joya para la estatuaria sepulcral española en general y seguntina en particular, cuyas virtudes no han cesado de cantar numerosos historiadores, periodistas, escritores o arqueólogos como el general zaragozano Mario Lasala –el primero en atribuirle el sobrenombre de “Doncel” a pesar de estar este casado y tener una hija–.
Sea como fuere, desde estas páginas, nos quedamos con la escueta y sentida descripción que de la efigie hace Felipe-Gil Peces Rata, canónigo-archivero de la catedral de Sigüenza y gran conocedor del arte y la historia seguntinos, quien, al referirse al Doncel, lo define como “el relicario que guarda el alma de Sigüenza, grave y austera y grapada a su tradición (…) de aquel año de 1486, en la Acequia Gorda de la vega de Granada”.
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