Lucero de la tarde n.º VI.

«Soy muy crítica. No parezco disfrutar de las pinturas del mismo modo que muchas otras personas que conozco. Por eso me sorprendí tanto cuando fui al Prado en 1953, porque allí todo me resultaba verdaderamente excitante».

Georgia O’Keeffe

O’Keeffe y España 

Así describía Georgia O’Keeffe al New Yorker en 1974 la impresión que le había causado la visita realizada al Museo del Prado de Madrid unos veinte años antes. O’Keeffe, que a diferencia de otros artistas de su época no había abandonado los Estados Unidos de América durante su etapa formativa, viajó a principios de los cincuenta a París para conocer de primera mano el arte de las vanguardias, aunque demostrando una actitud más bien crítica y desmitificadora de encumbrados autores como, por ejemplo, nuestro Pablo Picasso. Posteriormente y tras detenerse en otras localidades como Aix-en-Provence –donde la repercusión artística de la ‘cézanniana’ montaña de Sainte-Victoire le pareció igualmente excesiva– se desplazó a España, «el país de sus sueños» desde que leyera los famosos Cuentos de La Alhambra de Washington Irving, ese volumen que tanto ha contribuido a configurar la imagen exótica española y que la pintora poseía en la biblioteca de su madre, de la que la artista de Wisconsin heredó una gran pasión por la lectura.

A día de hoy, casualmente, no es el Museo Nacional del Prado, sino el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza la pinacoteca que posee un mayor número de lienzos de Georgia O’Keeffe fuera de los EE.UU. –un total de cinco–, fenómeno verdaderamente excepcional al conservarse casi toda la obra de la autora en su país de origen. Igualmente, es el Museo Thyssen donde se expone esta primera retrospectiva de O’Keeffe en España, presentando al público cerca de 90 obras que brindan la oportunidad de descubrir la trayectoria artística completa de la pintora estadounidense.

Precisamente, el hecho de que Georgia O’Keeffe no viajara en fecha temprana a Europa le habría valido en los Estados Unidos la condición de máxima representante de un arte modernista genuinamente americano, razón por la que –tal y como expresa Marta Ruiz del Árbol, comisaria de la exposición– la propia O’Keeffe no se habría mostrado demasiado interesada en exaltar el arte de las vanguardias europeas durante su estancia en el viejo continente.

Paseante y viajera

Sea como fuere, la exposición comienza con algunas de sus primeras obras abstractas de finales de 1910, para seguir discurriendo cronológica y temáticamente a lo largo de una carrera pictórica que constantemente conjuga figuración y abstracción en una práctica «más abstraizante que abstracta», como indica Didier Ottinger. Fue en 1916 cuando Anita Pollitzer mostró a Alfred Stieglitz en su galería 291 –la primera en exponer la vanguardia francesa en EE.UU. – los carboncillos abstractos ejecutados por su amiga Georgia O’Keeffe, iniciándose a partir de entonces una correspondencia epistolar entre la artista y el reconocido fotógrafo, quien organizaría su primera exposición individual en 1917 y quien más tarde contraería matrimonio con ella. En esas cartas O’Keeffe le narraba las sensaciones que le provocaba la contemplación del entorno al amanecer o a la luz de la luna y su necesidad de expresarlo gráficamente. En consecuencia, «Al igual que Nietzsche (…) aseguraba que para escribir se necesitaba la intervención de los pies, en referencia a la necesidad de andar para que el pensamiento fluyera, O’Keeffe caminaba para dibujar y pintar después», asevera Marta Ruiz del Árbol, para quien el paseo «debe considerarse como el primer paso indispensable de su meticuloso proceso creativo».

Ya durante su infancia, la pintora cambió reiteradamente de residencia; una condición itinerante que le confirió ese placer de captar el sentido de cada lugar mediante su recorrido a pie y la capacidad de desarrollar un espíritu independiente y libre, como cuando en la adolescencia burlaba las normas de su escuela en Virginia para salir a dar «largos paseos por el bosque». Y es que, tal y como refería Pollitzer, a O’Keeffe «siempre le ha interesado lo que hay al otro lado de la colina», afirmación que Ruiz del Árbol relaciona tanto con el deseo de descubrir lo cercano que experimenta el caminante, como con la atracción por lo desconocido que siente el viajero que visita lugares distantes. Justamente, tras el acicate que supone su viaje a México de 1951, así como los dos que realiza a España en 1953 y 1954, Georgia O’Keeffe se convierte en una artista viajera de ámbito internacional. Como demuestra la exposición, este doble interés de artista paseante y exploradora se manifiesta de continuo en la obra de O’Keeffe, que siente una especial atracción por la plasmación de la naturaleza y el paisaje norteamericanos, llegando a representar las vistas aéreas de las cuencas de los ríos que divisaba desde sus viajes en aeroplano y sin descuidar siquiera la atmósfera urbana de las grandes capitales. 

Arte y naturaleza

Concretamente, la experiencia de la contemplación e inmersión en la naturaleza supone para O’Keeffe una experiencia trascendental que solo puede ser expresada mediante la plástica artística y un determinado lenguaje formal. De esta suerte, similarmente al concepto de las vibraciones del alma en Kandinsky –del que, por cierto, Stieglitz había llevado a cabo la primera traducción parcial al inglés de De lo espiritual en el Arte (1911) en la revista Camera Work–, O’Keeffe también afirmaría de los recursos del arte pictórico: «Son líneas y colores unidos para que puedan decir algo. Para mí, esa es la base misma de la pintura. La abstracción es a menudo la forma más definida de eso intangible que hay dentro de mí y que solo puedo esclarecer mediante la pintura». Es así, por ejemplo, como en la búsqueda de esa condición abstracta que se trasluce incluso en la representación figurativa de la obra de la pintora estadounidense –donde la realidad siempre se reduce a lo esencial–, la forma de la espiral adquiere una relevancia inusitada. Tal y como se afirma en el catálogo de la muestra del museo Thyssen, las espirales sugieren en los lienzos de O’Keeffe un espacio infinito donde la luz manifiesta su poder generador, convirtiéndose así en símbolo de la energía de la vida, una idea que ha de vincularse a la noción del impuso vital de la filosofía bergsoniana, también compartida por Stieglitz. De este modo, basta con admirar acuarelas como Lucero de la tarde VI (1917) para sentir la respuesta emocional que experimentaba O’Keeffe al recorrer los paisajes de Canyon (Texas), donde la artista comenzó a trabajar como docente en el otoño de 1916, etapa de la que se han conservado testimonios como los siguientes: «Hoy paseé hasta el crepúsculo… todo el cielo (y hay tantísimo aquí) ardía y había nubes grisazuladas alborotadas en toda su cálida extensión», o bien, «Solo tenía que caminar con la estrella hacia la nada y hacia el amplio espacio del crepúsculo».

No puede obviarse, sin embargo, la influencia que en la pintura de O’Keeffe ejerció otro artista coetáneo estadounidense, Arthur Dove, en quien la autora reconocería su primer referente artístico –la estimación fue recíproca– y con el que su obra comparte la cercanía a la naturaleza, su tendencia a la abstracción y la preponderancia del color, la línea curva o la espiral. Según Didier Ottinger, la pintora contempló sus trabajos en la exposición Younger American Painters que Stieglitz organizó en 1910. A propósito de este pintor –que subsistió en buena parte trabajando como granjero durante la década de 1910–, O’Keeffe afirmaría: «Dove es el único pintor estadounidense que está sobre la tierra. Supongo que no sabe usted lo que es la tierra. Allá de donde vengo, la tierra lo es todo. La vida depende de ella. La coges y la sientes en las manos».

Dioses tan frágiles como las flores

Por último, cabe destacar el protagonismo de la flor en la obra de Georgia O’Keeffe, motivo pictórico por antonomasia que aparece en 1919 y se desarrolla especialmente a partir de 1923, cuando la artista descubre la obra de Charles Demuth. No obstante, influida por el blow-up o ampliación fotográfica, así como por la vida urbana moderna y sus grandes construcciones, O’Keffee configurará su propio estilo representacional. Y es que: «En los años veinte a veces daba la impresión de que en Nueva York se levantaban grandes edificios de la noche a la mañana. En aquella época vi un cuadro de Fantin-Latour, un bodegón con flores que me pareció muy hermoso, pero comprendí que, si pintaba las mismas flores igual de pequeñas, nadie las miraría, porque yo era desconocida. Así que me dije, las pintaré como inmensos edificios». En este sentido, no han de entenderse estos motivos desde la perspectiva de la feminidad que promulga el discurso patriarcal, puesto que, incide Ottinger, tampoco las flores de Latour o Redon se interpretan en esa línea. Más bien deberían ponerse en relación con la expresión de la fragilidad del ser humano inmerso en el universo, de acuerdo con el símil de D. H. Lawrence que equipara flor e individuo: «[Los hombres] son dioses tan frágiles como las flores, que también tienen la divinidad de las cosas que han logrado la perfección con el terrible abrazo del dragón del cosmos».

Retratos fotográficos

Antes de terminar debe mencionarse la presencia en la exposición de distintos de los retratos fotográficos que Stieglitz realizó a O’Keeffe. Como recuerda Ariel Ploteck, el primero data de 1917, cuando el que más tarde sería su esposo la inmortaliza ante sus obras en la galería. Fue ese el comienzo de una larga serie de más de trescientas fotografías en las que la artista llegará a posar incluso con su cuerpo desnudo. Además de los retratos, Stieglitz también reprodujo las obras de su compañera, hasta el punto de confesarle O’Keeffe: «Me gustan tus fotografías de mis dibujos, mucho más que los propios dibujos».

La muestra, patrocinada por la Terra Foundation for American Art y por JTI, ha contado con el apoyo de más de 35 museos y colecciones internacionales, principalmente norteamericanas, destacando especialmente el Georgia O’Keeffe Museum de Santa Fe. Desde Madrid la exposición viajará al Centre Pompidou de París y, más tarde, podrá ser contemplada en la Fondation Beyeler de Basilea

Geogia O’Keeffe
Del 20 de abril al 8 de agosto de 2021
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza
Más información en: www.museothyssen.org