Nacimiento de san Juan Bautista (detalle).

Tras su exhibición en Madrid, el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) acoge El espejo perdido. Judíos y conversos en la España Medieval, la que fuera seleccionada por la revista ARNET como una de las quince mejores exposiciones europeas del pasado otoño y la única de ellas consagrada a un tema anterior al siglo XX. La muestra centra su atención en la percepción que de judíos y conversos poseían los cristianos de la Baja Edad Media en territorio peninsular, de ahí que su título, El espejo perdido, pretenda suscitar una profunda reflexión sobre el papel de las obras de arte como reflejo de la mentalidad de la sociedad que las genera pues, muy a menudo, más que proporcionar información sobre el asunto representado —que también—, esas obras nos revelan rasgos fundamentales de quien ejecuta o encarga la representación. Así, procedentes de una treintena de iglesias, museos, bibliotecas, archivos y colecciones particulares nacionales e internacionales como la British Library o la Bibliothèque Nationale de France, las cerca de ochenta piezas que reúne el MNAC posibilitan analizar el grado de estigmatización de la población judía a través de las creaciones artísticas y religiosas de entre 1285 y 1492, haciendo ostensibles, en líneas generales, tanto los condicionamientos culturales del individuo, como el eterno valor de la imagen en cuanto medio transmisor de significados y de afirmación de la identidad. La muestra, comisariada por Joan Molina Figueras, jefe de Departamento de Pintura Gótica Española del Museo del Prado, se ha articulado en las cinco secciones que se refieren a continuación.

Transferencias e intercambios

Las obras de arte no solo poseen un fuerte componente pedagógico o propagandístico, sino que a veces también constituyen un enriquecedor instrumento de intercambio entre diferentes culturas. Así, la exposición del MNAC comienza poniendo de manifiesto cómo en la España medieval artistas de origen judío crearon obras para cristianos y, simultáneamente, la autoría de obras judías también recayó en manos de artífices formados en la tradición del cristianismo. Esto último sucede en el caso de las narraciones del Éxodo llamadas hagadás, cuyo conjunto más importante se realizó en Cataluña. La confección de estos relatos de la historia sagrada del pueblo de Israel en su marcha desde Egipto hacia la tierra prometida —cuya lectura era preceptiva durante el séder o comida ritual de la Pascua judía—, se inspiran estilística e iconográficamente en las miniaturas cristianas del Génesis y el Éxodo. Del mismo modo, la cultura visual judía se trasluce en las representaciones cristianas a través de la contemplación de pormenores que, según los casos, implican un profundo conocimiento de las costumbres del judaísmo: véase la tabla de Domingo Ram, El ángel apareciéndose a Zacarías, de hacia 1470, donde el detalle de la cadena de oro ligada a la pierna del Sumo Sacerdote procede del Zohar, libro fundacional de la Cábala escrito o compilado en España por Moisés de León a finales del siglo XIII. Además, la manera en que se describen los objetos del culto, las vestimentas, las sinagogas y ritos judíos como la circuncisión —a veces sometidos a relecturas y reinterpretaciones— demuestra la existencia de una proximidad cultural entre la población de los credos cristiano y judío.

De precursores a ciegos

Aunque algunos de los hechos y personajes más destacados del Antiguo Testamento son considerados prefiguraciones de los del Nuevo en la religión cristiana, a partir del siglo XIII el Cristianismo criticó con dureza el rechazo judío de la naturaleza divina de Jesucristo. Desde un punto de vista plástico y literario, esta circunstancia se tradujo en la amplia representación de la ceguera de la población judía, una ceguera que, según indican fuentes del museo, ‘abrió paso a la construcción de su alteridad’. De esta forma, la cristalización de una Otredad en el contexto cristiano se volvió muy necesaria para configurar la identidad propia y, si bien por una parte se confió en la posible conversión final de los judíos —tal y como San Pablo y San Agustín habían sugerido—, no dejó de incidirse en las diferencias entre ambas confesiones, acentuando peyorativamente unas particularidades que alejaron progresivamente a las dos comunidades. Partiendo de las palabras de San Agustín de Hipona en su Tratado contra los judíos,

Por tanto, el Profeta [Isaías] os llama a esta luz del Señor cuando dice: ‘Y ahora tú, casa de Jacob, venid, caminemos en la luz del Señor. Tú, casa de Jacob’, a la que ha llamado y ha elegido. No ‘Tú’, a la que ha abandonado. ‘Pues ha abandonado a su pueblo, a la casa de Israel’. Quienesquiera que desde allí queráis venir, pertenecéis ya a esa a la que ha llamado; estaréis libres de aquella a la que ha abandonado. En efecto, la luz del Señor en la que caminan los pueblos es aquella de la cual dice el mismo Profeta: ‘Te he puesto para luz de los pueblos, para que seas mi salvación hasta los confines de la tierra’. ¿A quién dice esto sino a Cristo? ¿De quién se ha cumplido sino de Cristo? Tal luz no está en vosotros, de quienes repetidamente se ha dicho: ‘Dios les ha dado espíritu de aturdimiento: ojos para que no vean y oídos para que no oigan hasta el día de hoy’. No está, repito, en vosotros esta luz; por eso reprobáis con presuntuosa ceguera la piedra que ha sido construida en cabeza de ángulo 

y desoyendo su recomendación de ‘Carísimos, ya escuchen esto los judíos con gusto o con indignación, nosotros, sin embargo, y hasta donde podamos, prediquémoslo con amor hacia ellos’, muchas obras se destinaron a suscitar la animadversión cristiana ante la comunidad judía. A este respecto cabe destacar el texto de carácter enciclopédico, Breviari d’amor, realizado por el franciscano Matfre Ermengaud hacia 1288 y muy divulgado durante los dos siglos siguientes en el sur de Francia y Cataluña. En el ejemplar de la British Library que se exhibe en el museo aparecen traducidos al hebreo aquellos pasajes que el judaísmo no reconoce como profecías del advenimiento del Mesías, algo que visualmente se atribuye a la maléfica influencia del diablo.

Antijudaísmo e imágenes mediáticas

Como consecuencia de todo lo anterior, desde finales del siglo XIII se codificó iconográficamente toda una serie de representaciones antisemíticas, de manera que, caricaturizando al judío o presentándolo como profanador de imágenes, por ejemplo, la Iglesia católica intentaba difundir cultos, consolidar devociones y legitimar celebraciones objeto de controversia en su propio seno, como la adoración de las imágenes o el sacramento de la Eucaristía —especialmente en este caso tras la institución de la fiesta del Corpus Christi en 1264—. Se trataba, en suma, de suscitar unos prejuicios que no actuaban sino como ‘reflejo del espejo cristiano’. Así, las historias de crucifijos o vírgenes que cobraban vida justificaban la oposición católica a la iconoclastia y, si además habían sido profanados por los judíos, su naturaleza milagrosa se oponía a la maldad semita inducida por el demonio, tal y como se aprecia en el interesante repertorio de este tipo de ilustraciones que proporcionan los milagros marianos de las Cantigas de Santa María. Entre otros ejemplos de este estereotipado imaginario cabe enumerar la recreación de la hostia sangrante, que al tiempo que demostraba su identificación con el cuerpo de Cristo intensificaba la estigmatización del judío; las escenas de la Pasión, donde la insensibilidad judía acentúa el dolor y empatía de los cristianos con el sufrimiento de Cristo; y las caricaturas de los libri iudeorum, o libros notariales cristianos que registraban los préstamos y otras transacciones financieras semitas en la Corona de Aragón. En ellos se reproduce la fisionomía del judío de nariz prominente, desmesurados ojos y barba descuidada, ya definida a finales del siglo XIII y fundamentada en la equiparación que en la Antigüedad se había establecido entre diversidad física, exotismo y monstruosidad, implicando en este contexto inferioridad moral y amenaza.

Imágenes para conversos, imágenes de conversos

La persecución y masacre de judíos que en 1391 se extendió desde Sevilla por la práctica totalidad de los reinos ibéricos provocó un proceso masivo de conversiones forzadas que transformaría ahora el judaísmo en una amenaza interna para los cristianos. Un fenómeno único en el continente que generó nuevas imágenes de variado signo, tanto por parte de la Iglesia, a fin de promover la evangelización de nuevos conversos, como por la de estos, intentando no ser acusados de ‘judaizar’. En este sentido, frente a la desconfianza de los cristianos, el arte religioso llegaría a ser visto como prueba irrefutable de conversión, dando lugar a importantes obras de muy diferentes estilos y calidades —véase en la exposición el llamado Cristo de la cepa—. Y es que si San Pablo y San Agustín habían confiado en la posibilidad de salvación del pueblo judío una vez vencida su ignorancia, hecho que motivaría una intensa acción catequética, esta siempre coincidió en el tiempo con medidas represoras como las Leyes de Ayllón o Segundo Ordenamiento de Valladolid, promulgadas en 1412 por Catalina de Lancaster durante la minoría de edad de Juan II. En virtud de este texto normativo y a fin de promover la conversión, a los judíos se les prohibía el ejercicio de profesiones como la medicina, se les obligaba a vivir aislados en sus barrios y se les exigía llevar barba y cabello largo, además de tener que lucir en sus vestimentas una rodela bermeja identificativa.

En general, el número de falsos conversos o criptojudíos no debió ser muy elevado, si bien muchos de los convertidos podrían haber guardado algunas de las tradiciones de su antigua fe. Lógicamente, en el ámbito de la creación artística esta situación originó cierta hibridación estética y temática, como la que parece apreciarse en Bartolomé Bermejo, quien residiría en Daroca durante la primera mitad de la década de 1470 en estrecho contacto profesional con una comunidad de cristianos nuevos, lo que ha hecho pensar en que él mismo también fuera converso. De hecho, tanto su mujer, la acaudalada viuda Gracia de Palaciano, como el mercader Juan de Loperuelo, relacionado directa o indirectamente con la mayor parte de los encargos que el pintor recibió en dicha localidad, fueron más tarde procesados por prácticas judaizantes.

En otras ocasiones, artífices judíos y cristianos colaboraron en la realización de importantes encargos de nobles y monarcas peninsulares, evidenciándose así que las relaciones entre ambas comunidades no siempre se basaron en el rechazo y la intolerancia. Véase a este respecto la Biblia de Arragel, traducción al castellano de la Biblia hebrea comisionada por Luis de Guzmán, maestre de la Orden de Calatrava, al rabino de Guadalajara, Moshé Arragel. La originalidad de este códice de entre 1422 y 1433 radica tanto en su ciclo iconográfico, ejecutado conforme al criterio del rabino por pintores cristianos de Toledo, como en el texto propiamente dicho, enriquecido con los comentarios del mismo Arragel. A pesar de todo, la presencia de su retrato con barba y rodela en varias ilustraciones implica una clara posición de inferioridad del judío. Por su parte La Fuente de la Gracia, obra que se cree destinada a la corte de Juan II o de su hijo el príncipe Enrique, aparece imbuida del pensamiento tolerante de importantes obispos de origen converso, como lo fuera el humanista Alonso de Cartagena.

Escenografías de la Inquisición

Con el paso del tiempo, a la desconfianza del converso se añadió un prejuicio racial, que culminó en 1449 con la aprobación de los primeros estatutos de limpieza de sangre en Toledo. Poco después, la institución de la Inquisición perseguiría desde 1478 a aquellos cristianos nuevos sospechosos de judaizar, legitimando su procesamiento por herejía mediante acusaciones como la de, verbigracia, profanar imágenes sagradas —las actas de los tribunales inquisitoriales citan frecuentemente el crimen de azotar un crucifijo—. A su vez, la Inquisición se serviría del arte para justificar y ensalzar su actividad represora, continuándose las campañas propagandísticas de estigmatización de los conversos, especialmente hacia 1492, año en que se impuso la expulsión de los judíos.

En esta línea cabe mencionar los retablos de Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo y San Pedro Mártir que el inquisidor general de Castilla, Tomás de Torquemada, encargase a Pedro Berruguete para el presbiterio del convento dominico de Santo Tomás de Ávila, destacada sede de la Inquisición. Junto a otras composiciones, como el conocido Auto de fe, este conjunto ejecutado durante la última década del siglo XV se vio complementado con los sambenitos y sentencias inquisitoriales que se exhibían en los muros del templo. En lo concerniente a la Literatura, los sermones del franciscano Alonso de Espina, confesor de Enrique IV, constituyeron la base de una de las obras más beligerantes escritas contra la población de religión judía y musulmana. Así, la exitosa Fortalitium fidei o Fortaleza de la fe, de hacia 1460, fue objeto de distintas traducciones y sus copias se decoraron ricamente con miniaturas, algunas de origen flamenco. En la exposición puede contemplarse el más antiguo de los manuscritos conservados, el de El Burgo de Osma, comisionado por el obispo Pedro de Montoya. Por último, la muestra del MNAC expone la Historia de la muerte y gloryoso martyrio del Sancto Innocente que llaman de La Guardia, natural de la ciudad de Toledo, de Rodrigo de Yepes. Esta edición de 1583, acompañada del óleo anónimo Martirio del Niño de La Guardia, de 1590, alude al caso del santo Niño de La Guardia, del que se dice fue raptado y sometido a las torturas de la Pasión de Cristo por un grupo de judíos y conversos en 1490, pocos años después del asesinato del inquisidor de Aragón, Pedro de Arbués. Los acusados fueron juzgados el 16 de noviembre de 1491 en el Auto de fe de Ávila, donde se los condenó a morir abrasados en la hoguera.

El espejo perdido. Judíos y conversos en la España Medieval en Barcelona
Desde el 22 de febrero hasta el 26 de mayo de 2024
Museu Nacional d’Art de Catalunya
Más información en: www.museunacional.cat