
Ignacio Zuloaga, Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913.
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza ha inaugurado Proust y las artes, una exposición que profundiza en las preferencias estéticas y artísticas del escritor Marcel Proust (1871-1922) atendiendo a los personajes —artistas coetáneos y del pasado— y principalmente a los lugares —véanse París, Venecia o las catedrales góticas— que tanto influyeron en su novela. Y es que como señala el comisario de la muestra, Fernando Checa, Proust ‘veía la realidad literaria, social y cultural a través de las artes, sobre todo a través de la pintura, la arquitectura, la literatura y la música’. Por su parte, el director del museo, Guillermo Solana, ha subrayado la conveniencia de este proyecto, por tratarse del ‘proyecto secreto de toda una vida de Fernando Checa, experto en maestro antiguos’ pero, al mismo tiempo, de ‘un proyecto erudito y apasionado que encaja a la perfección con el museo Thyssen’ al abordar un periodo histórico que se extiende desde el Greco hasta la pintura del siglo XX. Otro aspecto de gran interés en el que también incide Solana es la ‘interrelación entre las artes’, tan propia de En busca del tiempo perdido, una obra ‘si no única’, ‘principal, principalísima’, una obra ‘total’ en la trayectoria literaria de Proust, añade Checa. Y es que en opinión del comisario, la intención del escritor francés era realizar una especie de Comedia humana balzaquiana de finales del siglo XIX y principios del XX donde, más allá del protagonismo conferido a la alta sociedad del II Imperio y la III República, también aparecieran representados miembros muy importantes de otras clases sociales. Según Fernando Checa, Proust ‘describe, analiza, disecciona y se ríe, porque su novela es la novela de un gran humorista, viendo siempre la realidad a través de la literatura, la pintura, la arquitectura y la música’. Y es que a lo largo de su obra Proust reiterará una y otra vez que ‘la verdadera realidad y la verdadera vida se encuentran en el Arte’.
Los placeres y los días
Dos retratos de Marcel Proust abren la exposición del Thyssen: una fotografía a los quince años realizada por Paul Nadar y un óleo llevado a cabo por Jacques-Émile Blanche en 1892, el único retrato pictórico que se conserva del escritor. Cuatro años después vería la luz el volumen Los placeres y los días, donde Proust dejaba entrever las que serían sus principales predilecciones artísticas, por ejemplo, el Renacimiento italiano, la pintura holandesa del siglo XVII y la francesa del XIX, algunos de cuyos mejores cuadros contempla en el Museo del Louvre y describe en esta primera obra. Justamente dos de ellos —el Retrato de James Stuart, de Van Dyck, y la Salida para un paseo a caballo, de Aelbert Jacobsz. Cuyp— cuelgan en la sala I del museo, donde también se han reunido, entre otros, lienzos de Chardin —a cuyas naturalezas muertas Proust consideraba ‘vivas’—, de Fantin-Latour —a quien cita dos veces en En busca del tiempo perdido vinculado a la pintura de flores—, de su amigo Raimundo de Madrazo —casado con María Hahn, hermana de su amante el compositor Reynaldo Hahn— y de Édouard Manet, uno de los modelos de su personaje el pintor impresionista Elstir y a cuyo poder transgresor del arte —ejemplificado en el Desayuno sobre la hierba (1862)— alude Proust en El tiempo recobrado:
Yo digo que la ley cruel del arte es que los seres mueran y que nosotros mismos muramos agotando todos los sufrimientos, para que crezca la hierba, no del olvido, sino de la vida eterna, la tupida hierba de las obras fecundas sobre la que las generaciones vendrán a hacer alegremente, sin preocuparse por los que duermen debajo, su ‘almuerzo en la hierba’.
París
Durante las tres décadas que abarca el desarrollo de la acción de la novela En busca del tiempo perdido —de 1890 a 1920 aproximadamente—, París experimenta importantes transformaciones de las que Marcel Proust da debida cuenta en sus páginas. No debe olvidarse que la capital francesa fue el lugar de residencia del escritor y, por consiguiente, donde se desenvuelve la trama de una obra que retrata fundamentalmente las costumbres de la aristocracia y la burguesía adinerada. Es por ello que el itinerario expositivo sumerge ahora al espectador en los ambientes y escenarios del París proustiano visto, esencialmente, a través de la óptica impresionista de Renoir y su Después del almuerzo (1879), o de Pissarro y su Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia (1897), aparte de obras posteriores como En el Bois de Boulogne (1920), de Raoul Duffy. Precisamente este parque, convertido por Jean-Charles Alphand (1817-1891) en un jardín inglés durante la era renovadora del Barón Haussmann, supuso uno de los principales puntos de encuentro de la burguesía local, que no permanecía ajena a los cambios introducidos en la moda y los gustos sociales. Así, el lienzo de Duffy testimonia el triunfo del automóvil como medio de transporte urbano de las clases elevadas, una novedad que no escapa a Proust cuando en Por el camino de Swann afirma, ‘¡Ay!, ya no había más que automóviles conducidos por bigotudos mecánicos acompañados de altos lacayos’. Es más, agrega el escritor:
¡Qué horror! Me decía: ¿se pueden encontrar estos automóviles tan elegantes como los antiguos carruajes? Sin duda ya soy demasiado viejo, pero no estoy hecho para un mundo donde las mujeres se aprisionan en vestidos que ni siquiera están hechos de tela. ¿Qué sentido tiene venir bajo estos árboles, si nada queda de lo que se congregaba bajo este delicado follaje sonrojado, si la vulgaridad y la locura han sustituido aquello que enmarcaban con exquisitez?
Por otra parte, la muestra no olvida presentar a los protagonistas de aquellos espacios frecuentados por las elites, véase en el caso del teatro, el Retrato de Sarah Bernhardt realizado por su amigo Clairin en 1876. La actriz también aparece mencionada en Por el camino de Swann, donde Proust manifiesta su fascinación por las grandes intérpretes de la escena parisina:
Pero si los actores me preocupaban, si la visión de Maubant saliendo una tarde del Théâtre-Français me había causado la conmoción y los sufrimientos del amor, ¡cuánto el nombre de una estrella resplandeciente a la puerta de un teatro!, ¡cuánto, en el cristal de un cupé que pasaba por la calle con sus caballos guarnecidos de rosas, la visión del rostro de una mujer que yo creía tal vez una actriz, me dejaba una perturbación más prolongada, un esfuerzo impotente y doloroso por representarme su vida! Clasificaba a las más ilustres según su talento: Sarah Bernhardt, la Berma, Bartet, Madeleine Brohan, Jeanne Samary, pero todas me interesaban.
Swann vs. Guermantes
La tercera y cuarta sección de la muestra del Thyssen se centran en el entorno de dos de los principales personajes de En busca del tiempo perdido, Charles Swann y Oriane de Guermantes, representantes de la alta burguesía y de la más exquisita aristocracia, respectivamente. Se trata en palabras de Fernando Checa de ‘dos mundos opuestos’ que ‘se expresan por medio de dos paseos distintos’. Si para la figura de Swann —casado con la cocotte, Odette de Crécy— Marcel Proust se inspira tanto en Charles Haas, crítico de arte, como en Charles Ephrussi, además de crítico, historiador, coleccionista de arte y director de la Gazette des Beaux Arts, será la condesa Élisabeth Greffulhe, patrocinadora de los ballets de Diághilev y el fotógrafo Man Ray, quien le sirva de modelo para Oriane. A Haas se le puede reconocer en el retrato colectivo de Tissot, El Círculo de la Rue Royale (1866), mientras que de Ephrussi puede admirarse su espléndido retrato realizado por Léon Bonnat en 1906. Asimismo, el cuadro de Vermeer, Diana y sus ninfas (ca. 1653-1654), alude a los intereses artísticos de Swann, que en la narración se entrega a la redacción de una monografía sobre el pintor holandés, una de las preferencias artísticas —junto con el Renacimiento italiano, el resto del barroco neerlandés y el impresionismo— que el personaje comparte con el propio Proust. Por otro lado, la afición a las fiestas y a la moda de Oriane de Guermantes —la misma que la de Greffulhe—, se visualiza en la exposición mediante cuadros como En la sombrerería (1882), de Edgar Degas, o los dos abrigos de noche de Vitaldi Babani (ca. 1920) y Mariano Fortuny y Madrazo (ca. 1912) que fueron propiedad de la condesa. Su salón fue frecuentado por Robert de Montesquiou, descendiente de la más refinada aristocracia, con quien se ha asociado el Des Esseintes de Huysmans y que en la novela de Proust inspira el importante personaje del barón de Charlus, hermano del esposo de la duquesa de Guermantes. Aparte de los retratos de Montesquiou por Doucet (1879) y De la Gandara (ca. 1892), la muestra nos presenta el que en 1913 Zuloaga realizara de la condesa y escritora Anna de Noailles, mujer del primo de Robert y a la que Proust identificó en su obra con aquella ‘princesa de Oriente, de quien se decía, componía versos tan bellos como los de Victor Hugo’. Ambos se profesaron admiración mutua y amistad a través de una larga correspondencia epistolar iniciada en 1901.
Venecia y Ruskin
Aunque Proust nunca viajó a ninguna otra de las grandes ciudades italianas, sí que llegó a visitar Venecia en 1900, primero acompañado de su madre entre abril y mayo —cuando ambos traducían La Biblia de Amiens de John Ruskin y allí les esperaban Reynaldo y su prima Marie Nordlinger—, y ya solo en octubre, fusionando ambas estancias en el capítulo III de Albertina desaparecida o La fugitiva, el sexto tomo de En busca del tiempo perdido. No obstante, las referencias a la población véneta aparecen por toda la novela, estableciéndose analogías con París o, incluso, con la pequeña localidad de origen de su familia, Illiers-Combray. Lógicamente, Venecia supone para Proust una fuente capital de experiencias estéticas cuyas impresiones, por ejemplo, añadían ‘a la útil lección de Chardin recibida en otro tiempo, la del Veronés’ —de quien, por lo demás, el autor ya había admirado en el Louvre sus Bodas de Caná—. Asimismo, la observación de una pintura de Carpaccio le recordaría ciertas vistas venecianas de Whistler o una figura de La leyenda de José, ballet de Strauss, Kessler y Von Hofmannsthal. Para ilustrar estas sensaciones la muestra presenta óleos y grabados de la ciudad ejecutados por Turner, Whistler, Marieschi, así como por Mariano Fortuny y Madrazo, del que también se exhiben un tejido de corte renacentista, el conocido vestido Delphos y una túnica que sería propiedad de Proust antes de regalársela a Reynaldo o a su hermana María. No obstante, el conocimiento de la ciudad de los canales vino en gran medida determinado por Ruskin y Le Repos De Saint-Marc: Histoire De Venise,obra que guiaría a madre e hijo durante su visita al baptisterio de la basílica, motivando una honda reflexión sobre el ‘placer, si no de ver, al menos de haber visto una cosa bella junto a cierta persona’.
Precisamente sobre Ruskin escribiría Proust varios artículos, entre ellos, ‘Nécrologie. John Ruskin’, aparecido una semana después del fallecimiento del teórico inglés en 1900; ‘Pèlerinages ruskiniens en France’, publicado en Le Figaro el 13 de febrero de 1900; y la crítica del libro de Marie von Bunsen, John Ruskin. Sa vie et son œuvre, de 1903. Exactamente esos peregrinajes reflejan la importancia del pensamiento de John Ruskin en la contemplación de la arquitectura gótica francesa por parte de Proust, configurando un ideal de pasado medieval que el autor expresa detalladamente en El mundo de Guermantes:
Uno de mis sueños era la síntesis de lo que con frecuencia mi imaginación había tratado de representarse, durante la vigilia, de cierto paisaje marino y de su pasado medieval. En mi sueño veía una ciudad gótica en medio de un mar de aguas inmovilizadas como sobre un vitral. Un brazo de mar dividía en dos la ciudad; el agua verde se extendía a mis pies; bañaba en la orilla opuesta una iglesia oriental, luego unas casas que aún existían en el siglo XIV, de tal suerte que ir hacia ellas, hubiera sido remontar el curso de los tiempos. Ese sueño en el que la naturaleza había aprendido el arte, en el que el mar se había vuelto gótico, ese sueño en el que yo deseaba, en el que yo creía abordar lo imposible, me parecía haberlo tenido ya a menudo.
Consecuentemente, en esta sección de la muestra se despliegan ante el espectador reproducciones de iglesias y catedrales francesas llevadas a cabo por Helleu, Boudin, Sisley, Loiseau, Guillaumin o Corot.
De la modernidad a El tiempo recobrado
Desde que en 1913 apareciera el primer tomo de En busca del tiempo perdido hasta 1918, año de A la sombra de las muchachas en flor, el proceso editorial de la obra de Proust queda paralizado. Ese intervalo bélico implica cambios estéticos y tecnológicos que se reflejan fundamentalmente en el mundo de la aviación y la automovilística, dominio hacia el que el escritor se siente especialmente atraído gracias a la persona de su chófer y secretario, Alfred Agostinelli, de quien Proust afirmará: ‘no basta con decir que lo amaba, lo adoraba’. Al parecer ‘literalmente encerrado’, Agostinelli hubo de escapar del domicilio de Proust en 1913 para fallecer un año después, a la edad de veintidós, en un accidente aéreo frente a Antibes. Este joven, que habría ingresado en la aviación con el nombre de Marcel Swann, inspiró a Proust el personaje de Albertine, protagonista de La prisionera y La fugitiva, tomos en los que el autor aborda las cuestiones de los celos, las infidelidades y el olvido. A su vez, las impresiones del barón de Charlus en El tiempo recobrado condensan la fascinación que sobre Proust ejercería la amalgama estética entre modernidad y pasado durante la Gran Guerra:
Los aeroplanos que unas horas antes había visto formar, como insectos, unas manchas oscuras sobre el anochecer azul pasaban ahora en la noche (…) en este París cuya belleza casi sin defensa había visto yo, en 1914, esperar la amenaza del enemigo que se acercaba. Existía desde luego, ahora como entonces, el esplendor antiguo e inalterado de una luna cruelmente, misteriosamente serena, que derramaba sobre los monumentos todavía intactos la inútil belleza de su luz.
Asimismo, El joven aviador (Roland Garros) de Jean Cocteau y la Manifestación patriótica de Giacomo Balla, ambos de 1915, así como las xilografías del París bombardeado (1918) de Maurice Busset, La taladradora, (ca. 1927-1929) de František Kupka y el proyecto de Léon Bakst para el decorado de Sheherezade (1910) –uno de los ballets del ruso Diághilev que tan gratos fueron al escritor– ilustran el universo estético proustiano de este periodo.
A continuación, la muestra recrea la atmósfera de una de esas localidades de la costa de Normandía que en la novela de Proust encarna la población ficticia de Balbec. Se trata de un enclave geográfico similar a los frecuentados aquel tiempo por los impresionistas, cuyos lienzos de marinas, mujeres con sombrilla, regatas, playas, diques, acantilados y paseos marítimos configuraron el imaginario social y estético de la época, véanse en la exposición los cuadros de Boudin, Monet, Harrison o Helleu, entre muchos otros. Justamente estos pintores, además de Whistler, Moreau, Manet, Renoir o Turner sirvieron igualmente de modelo para el personaje de Elstir, ‘pintor de pintores’ proustianode quien se explica en El mundo de Guermantes una trayectoria que sintetiza el panorama artístico del momento:
Me parecía además que sus menores cuadros eran algo distinto de las obras maestras de pintores incluso más grandes. Su obra era como un reino cerrado, de fronteras infranqueables, de materia sin par. Coleccionando ávidamente las raras revistas en que se habían publicado estudios sobre él, me había enterado de que solo recientemente había comenzado a pintar paisajes y naturalezas muertas, pero que había empezado por cuadros mitológicos (de dos de ellos había visto yo fotografías en su taller), luego había quedado impresionado durante mucho tiempo por el arte japonés.
Finalmente la muestra concluye profundizando en la idea de la inexorabilidad del transcurso temporal hacia el irremediable fin de la existencia, pensamiento que imbuye el último tomo de la serie, El tiempo recobrado, donde el narrador se propone emprender el relato de toda una vida: y es que solo mediante la culminación de esta gran obra biográfica podría recuperar el ansiado tiempo perdido. De ahí que en esta última sección se expongan el dibujo de Helleu y la fotografía de Emmanuel Sougez retratando a Proust en su lecho de muerte. Además, reforzando la conciencia del permanente avance del individuo en su camino hacia la desaparición, dos retratos de Rembrandt van Rijn (1606-1669) de hacia 1642-1643 y de 1661, respectivamente, nos ofrecen el acentuado contraste ente la imagen de la madurez y la senectud del gran maestro holandés, uno de los más apreciados por Marcel Proust y del que —como de Vermeer y el mismo Proust— podría decirse a modo de conclusión:
‘muchos siglos después de haberse apagado el fuego del que emanaba, aún nos envían su rayo especial’.
Bibliografía
Proust y las artes. Catálogo de la exposición con textos de Fernando Checa, Jean-Yves Tadié, Thierry Laget, Mauro Armiño y Francisco Pérez de los Cobos. Madrid, Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, 2025.
Proust y las artes
Desde el 4 de marzo hasta el 8 de junio de 2025
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Más información en: www.museothyssen.org