
Felicitación de cumpleaños.
“El sol de España habita en su colorido ardiente”, aseguraba el escritor Émile Bergerat a propósito de la pintura de Raimundo de Madrazo presentada en la Exposición Universal de París de 1878. Fue asimismo entonces cuando el presidente del Jurado Internacional de Bellas Artes, el lombardo Tullo Massarani, incluiría al artista en el ‘triunvirato’ de pintores españoles que, a su juicio, también conformaban Mariano Fortuny y Martín Rico, máximos responsables de la consagración del color y la luminosidad en un certamen que, además de proporcionarle una medalla de primera clase, iba a valer a Madrazo su distinción como Caballero de la Legión de Honor. Y, a pesar de todo, este gran autor, perteneciente a la tercera generación de uno de los linajes más destacados del arte español, carece en la actualidad del reconocimiento que su producción merecería. A fin de subsanar tan grave falta, la Fundación Mapfre ha inaugurado una muestra que, después de Madrid, viajará al Meadows Museum de Dallas (Texas), ofreciendo así al público europeo y norteamericano la posibilidad de contemplar más de un centenar de obras de Raimundo de Madrazo, entre las que se cuentan creaciones inéditas localizadas durante el proceso de selección, organización y montaje. A este respecto conviene recordar que el conjunto, articulado en ocho secciones que ilustran cronológica y temáticamente la evolución del maestro, ha sido reunido gracias a la colaboración de casi una sesentena de colecciones públicas y privadas de relevante prestigio, incluyendo aquí instituciones como el Museo Nacional del Prado de Madrid, el Clark Art Institute de Massachusetts, el Musée d’Orsay de París, la Hispanic Society of America y el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.
Los Madrazo
Para conocer los orígenes de Raimundo de Madrazo (1841-1920) es preciso remontarse hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando nace en Santander su abuelo José de Madrazo (1781-1859). Educado en el seno de una familia hidalga sin grandes recursos, José pronto sobresalió por su destreza para el dibujo, habiendo llegado a decirse que fue el sacerdote de su parroquia quien lo inició en el arte de la pintura al hacerle copiar los cuadros de la sacristía de su iglesia. Sea como fuere, en 1797 se traslada a Madrid al servicio del Conde de Villafuertes y se matricula en las clases nocturnas de la Academia de Bellas Artes. Dos años después recibe una beca del Real Consulado de Santander que, con trescientos ducados anuales, le permite continuar su formación en la institución madrileña hasta 1801, cuando acompaña a París al nuevo Cónsul general de España, su paisano Fernando de la Serna. La gran aceptación que en la corte hispana alcanzan las obras de quien fuera alumno de Jacques-Louis David, le vale a José de Madrazo una prórroga de la asignación que había comenzado a recibir del rey Carlos IV y que ahora le brinda la oportunidad de viajar nuevamente, en esta ocasión a Roma. Sus nombramientos como Pintor de corte, profesor de la Academia y Director del Prado constituirán algunos de los hitos de la exitosa carrera de quien ha sido considerado representante por antonomasia del Neoclasicismo en España.
Desde esta posición de preeminencia, José de Madrazo supo inculcar su pasión por la pintura a dos de sus cuatro hijos, Federico y Luis, que continuarían la senda emprendida por su padre. Pero también los otros dos se consagrarían al arte: Pedro destacaría en el terreno de la crítica y Juan en el de la arquitectura y la restauración constructiva, muy influida esta por las hoy controvertidas tesis del francés Viollet-le-Duc —de ahí, por ejemplo, su intervención en la catedral de León—. Tampoco debe olvidarse aquí a otro artista de primera fila, el ya citado Mariano Fortuny que, al contraer matrimonio en 1867 con la hermana de Raimundo, Cecilia de Madrazo, se convertirá en su cuñado, además de en gran amigo y compañero de profesión, influyendo de manera determinante en la génesis de su característico estilo preciosista. Ambos viajaron a Sevilla en 1868 y ese mismo año Raimundo visitaría al matrimonio en Roma, volviendo a encontrarse con ellos en Granada en 1872, estancias todas ellas de gran trascendencia en el desarrollo creativo del pintor.
De Madrid a París
Abuelo y padre del pintor, respectivamente, los artistas José y Federico de Madrazo encaminaron al joven Raimundo hacia el mundo del arte. Máximo retratista del Romanticismo español, Federico de Madrazo (1815-1894) había llegado a dirigir la Academia de Bellas Artes de San Fernando y, al igual que su padre, el Museo del Prado. No obstante, a pesar de la herencia recibida de estas dos grandes glorias de la plástica nacional, Raimundo de Madrazo no tardaría en distanciarse de la pintura religiosa y de historia —véanse sus tempranos Ataulfo o La traslación de los restos del apóstol Santiago a la sede de Padrón— para dedicarse al género —del que Confidencias constituye uno de sus primeros ensayos— y al retrato mundano, muy en boga dentro del mercado artístico que alimentaba una nueva clase burguesa de gran poder económico. Así, tras completar su formación en la Escuela Superior de Pintura y Escultura de Madrid —donde Madrazo ingresa con trece años y entabla amistad con otros futuros grandes maestros del arte de la talla de Rico, Rosales, Palmaroli o Bonnat—, el pintor forjará decisivamente su fama y personalidad artísticas estableciéndose de manera definitiva en Francia.
Nacido en Roma en 1841 —donde su padre estaba entonces pensionado—, Madrazo ya había visitado París desde los doce años y, especialmente, durante la Exposición Universal de 1855, que le habría familiarizado con las nuevas tendencias artísticas del continente. No se instalaría en la capital francesa, sin embargo, hasta siete años después, cuando asiste al estudio de Léon Cogniet para preparar los exámenes de acceso a la École des Beaux-Arts y termina clasificándose séptimo en el concurso del semestre de verano, según detalla Mathilde Assier en su artículo ‘Raimundo de Madrazo (1841-1920), aux confins de la modernité’. Allí entra en contacto con las amistades de su padre y comienza a ejercitarse en la pintura de historia, como demuestra el boceto del cuadro enviado a Madrid, La muerte de don Lope de Haro en las Cortes de Alfaro. Pero, insatisfecho con la instrucción académica, pronto abandona la enseñanza oficial. Aparte de su paso por la Escuela Imperial de Dibujo, de esta primera etapa conviene recordar uno de sus primeros encargos: La apertura de las Cortes de 1834, destinado a decorar el palacio que la reina madre María Cristina de Borbón y su segundo esposo el Duque de Riánsares poseían en los Campos Elíseos. Igualmente cabe mencionar el que, un año después, se considera último intento de agradar a su padre: Las hijas del Cid (1865).
La Exposición Universal de 1878
A partir de entonces Madrazo se dedica al cultivo del tableautin, cuadro de temática costumbrista en pequeño formato muy demandado en aquel tiempo para adornar los gabinetes de las clases adineradas y que encontraba en Adolphe Goupil a uno de sus mejores marchantes. No obstante, su temprana ausencia de los Salones anuales implicó para Madrazo un desconocimiento inicial por parte de la generalidad del público francés. Y es que, según la visión idealizada de Eugène Montrosier en Les Artistes Modernes, Madrazo ‘dudaba de sí mismo, y es en el silencio del taller donde se preparaba para la lucha’. Allí, ‘trabajaba mucho, utilizaba los recuerdos de sus viajes, intentando confundir sus ideas personales con las potentes impresiones que sus visitas a los museos de Italia y España habían despertado en su alma’. Por fin, añade Montrosier, sería la Exposición Universal de París de 1878 la que situaría al pintor en lo más alto del panorama artístico de la época, convirtiéndolo en ‘el héroe de la actualidad’, pues ‘solo se habló de él durante toda una semana —¡Un siglo en París!—.
En el certamen que le confirió popularidad y renombre, Madrazo exhibió retratos, escenas de la vida elegante —con la modelo Aline Masson como protagonista— y vistas de monumentos históricos de España que llamaron la atención por su pincelada ‘viril’ —así solía decirse en la época— y un colorido mágico, ‘como los decorados de una fantasía donde no habría más que apoteosis’, enfatizaba Eugène Montrosier. Para el crítico de La Cloche, el ‘exquisito’ retrato del actor Benoît Coquelin (1841-1909) en el papel de Aníbal en El Aventurero —hoy expuesto en la muestra de Recoletos junto al Retrato de niña con vestido rosa también presente en 1878—, destacaba especialmente, en cuanto ‘auténtica obra maestra, algo parecido a la magia de un Franz Hals, el Buen compañero [o Alegre bebedor] del Museo de Treppenhuys de Amsterdam, si así lo queréis, enfundado en el traje de un protagonista de la comedia italiana’. De forma similar, en su Mémorial de l’Art, Théodore Véron consideraba ese retrato ‘un verdadero Velázquez’ de textura adiamantada. En general, sentenciaba Montrosier:
Al igual que todos los poetas y músicos del Mediodía, Monsieur Raimundo de Madrazo se manifestaba en Francia, en pleno París, en plena Europa, porque Europa acababa de desembarcar entre nosotros, con una intensidad, una armonía y una vibración del color sin parangón. El colorido juega un gran papel, si no el principal, en esas páginas tan hábilmente escritas, tan cálidamente realzadas. Es original porque no deriva de ninguno de sus predecesores, aún sabiendo asimilar muy bien las geniales cualidades de sus mayores. Puede decirse de él que, con palabras tomadas a los clásicos, habla una lengua nueva, mantiene un ritmo aparte, una cadencia espontánea, una suerte de generoso encanto.
Otros cuadros inspirados, por ejemplo, en diferentes ambientes del Alcázar de Sevilla, hicieron gala de un gran virtuosismo que, una y otra vez, descollaba por el tratamiento de la luz y del color. Así, Charles Blanc calificaba a Madrazo en Les Beaux-Arts à l’Exposition de ‘colorista por temperamento’, habiéndose de estimar sus pequeños lienzos ‘como joyas vistas a plena luz’.
Un hidalgo de mundo
Al fin, sentenciaba Montrosier que, sabedor de que en el arte avanza a ciegas por regiones inexploradas, no solo había sabido Madrazo olvidar lo aprendido de la tradición, sino que tampoco se había parisianizado, conservando intacto ‘el buen gusto por la tierra de su arte nacional’. Así, ‘bajo la apariencia de hombre de mundo, subsiste el hidalgo, hijo de los maestros de su raza, los Ribera y los Goya (…) la sangre azul de la grandeza española fluye por sus venas. Sus retratos tienen la gracia y el poder, una gracia fogosa, un encanto altivo’.
No es preciso insistir en que el pintor era bien consciente del interés que despertaba en el extranjero la visión exótica de su país de nacimiento y ya había aprovechado sus viajes a Andalucía para ejecutar paisajes y tipos femeninos de un intenso sabor local que también explotaría en el certamen de 1878. Así, las gitanas, toreros y guitarristas castizos convivían en su imaginario con refinados escenarios y personajes franceses, roles bien distintos que a veces asumía de forma alternativa un único personaje: el a menudo interpretado por la modelo de origen desconocido Aline Masson —quizás hija del conserje de la residencia del II Marqués de Casa Riera, amigo de Madrazo y cuyo jardín trasero lindaba con la calle de su primer taller parisino—. En líneas generales, ella daría vida tanto a la distinguida mujer de clase alta del momento —de intensa vida social a la vez que modesto y pudoroso ‘ángel del hogar’—, como a la maja española de mantilla y mantón de manila, véase Aline Masson con mantilla blanca.
El juste milieu
Entre las tendencias más innovadoras y el academicismo oficial, anclado en ese juste milieu que designara Léon Rosenthal en su Del romanticismo al realismo de 1914, Raimundo de Madrazo se erigió en uno de los máximos exponentes de una pintura comercial que logró atraer a numerosos compradores pero que, a pesar de su maestría técnica, ha sido ignorada por la historiografía moderna, seguramente a causa del anecdotismo íntimo, frívolo, anónimo o intrascendente de unos personajes y situaciones ambientados en entornos domésticos o mundanos de exquisita belleza y elegancia. Pero contrariamente al posterior rechazo de la crítica, el éxito de las creaciones de Madrazo fue tal en su tiempo, que obligaría al pintor a simplificar paulatinamente sus composiciones, reduciendo tanto el número de figuras como los detalles del fondo.
Además de por sus cuadros costumbristas, el pintor despuntó especialmente por su dedicación al género del retrato, que cultiva de manera progresiva a partir de 1880 y que encontró entre la alta sociedad parisina una importante clientela, gracias al suave modelado, a la elegancia de la factura, al vivo cromatismo, a la calidad y virtuosismo decorativos y a cierto abocetamiento de la pincelada, muchas veces en los fondos, que también testimonia la herencia velazqueña. Retratos como el de Rosario Falcó y Osorio, duquesa de Alba, o los tres de la marquesa d’Hervey de Saint-Denys, se cuentan entre los más aclamados de su carrera. Más tarde, conquistadas ya Roma, París y Londres, Raimundo de Madrazo alcanzaría un gran éxito en Argentina —adonde viaja en 1901 para retratar a diferentes personalidades locales— y en EE. UU. —país en que el marchante Samuel P. Avery y el coleccionista William Hood Stewart habían introducido sus cuadros y donde en 1905 es designado miembro honorario de la Hispanic Society of America por Archer Milton Huntington, a quien habría asesorado para la adquisición de obras de arte—.
En 1910 terminan sus inviernos neoyorquinos —habituales en Madrazo desde 1897— y, a partir de 1914 reside en Versalles, donde los problemas de salud, el inicio de la Gran Guerra y, en definitiva, la conciencia de que su estilo ha pasado de moda —tal y como evidenció la Exposición Universal de 1900— provocan una disminución de su actividad creativa, ahora volcada en el género histórico ambientado en la Francia de los siglos XVII y XVIII.
Concluye así el recorrido por la obra de un artista de quien, en su hora de mayor apogeo —aquel certamen universal que deslumbraría al mundo en 1878—, proclamara el crítico Louis Énault:
Quién no se detendría, con inicial asombro, luego con real placer, ante las páginas tan brillantes y tan verdaderas de Raimundo de Madrazo, este naturalista intratable, este colorista arrebatado, cuyas obras os sorprenden por una exaltación tonal desacostumbrada. Tan sincero como sus predecesores, pero educado en otra escuela y obedeciendo a otras preocupaciones, (…) celebra con un pincel no menos entusiasta que el de sus maestros de los siglos creyentes, la belleza de las mujeres, la gracia de los niños, el encanto de las flores y el resplandor de las telas irisadas.
Raimundo de Madrazo
Desde el 19 de septiembre de 2025 hasta el 18 de enero de 2026
Sala Recoletos, Fundación Mapfre, Madrid
Más información en www.fundacionmapfre.org

