Desde el 12 de octubre puede visitarse en el Museo Carmen Thyssen Málaga la exposición Fantasía árabe. Pintura orientalista en España (1860-1900), comisariada por la directora artística del museo, Lourdes Moreno, y el coordinador de colecciones del Museu Nacional d’Art de Catalunya, Francesc Quílez. En palabras de este último, la muestra supone una “reivindicación” del Orientalismo pictórico, movimiento “internacional” y “transversal” que, sin embargo, no ha gozado habitualmente del favor de la crítica por su estrecha vinculación con el colonialismo decimonónico y por la reproducción de la visión estereotipada que acerca de la cultura musulmana impuso Occidente en aquella época, todo eso sin contar la imagen misógina que recurrentemente presenta a una mujer “prototipo de seducción”. Recordando el debate suscitado por las tesis del Orientalismo de Edward Said (1935-2003), Quílez afirma que “reconocer la existencia de estos condicionamientos culturales, ideológicos y políticos no debería suponer la negación automática del denominado placer estético que puede despertar en el espectador (…) la contemplación de las imágenes que son el fruto del talento creativo”. Además de que “tampoco nos parece razonable incurrir en el defecto de dejarnos arrastrar por una dinámica envolvente, una especie de bucle eterno que no nos permita valorar y juzgar las obras artísticas (…) por lo que fueron y el lugar que ocuparon en la historia del sistema de representación occidental”. En esta misma línea, recuerda Lourdes Moreno que “el significado de orientalismoes polisémico y tiene conexiones más amplias”, hecho que se pretende poner de manifiesto en la que es la primera gran exposición que se dedica a esta corriente artística desde la que con el título Pintura orientalista española (1830-1930) organizara Enrique Arias Anglés en 1988 –dato que, a su vez, revela la gran importancia de la celebración de esta nueva muestra para la historiografía del arte español–.

Entre las más de ochenta obras reunidas en la capital malagueña procedentes de más de cuarenta instituciones públicas y privadas españolas y francesas destacan los óleos de estilo “descriptivo”, “preciosista” y “virtuoso” de Mariano Fortuny(1838-1874), con títulos como Fantasía árabe. Corriendo la pólvora (1863), Herrador marroquí (c. 1863), Fantasía árabe (1866) y La matanza de los Abencerrajes. Granada (c. 1870). No es de extrañar que, entre 1870 y 1872, el máximo representante y “catalizador” de la pintura orientalista españolafijara su residencia en Granada, ciudad evocadora del esplendor islámico por antonomasia. A este respecto, es preciso resaltar que la exposición del Museo Carmen Thyssen Málaga ilustra asimismo la pasión despertada por la Alhambra entre los artistas extranjeros –“España es todavía Oriente”, aseguraba Victor Hugo en 1829–, pudiéndose así admirar en el Palacio de Villalón obras como Una sirvienta en la Alhambra (1876), de Adolf SeelEl rellano de las ejecuciones en la Alhambra de Granada (1878), de Edmond de Boislecomte (1849-1923); o Patio de la Alhambra (1880), de Benjamin-Constant (1845-1902) –algunas de las cuales continúan temática y compositivamente la senda iniciada pocos años antes por el malogrado Henri Regnault (1843-1871)–. Incluso, respondiendo a este diálogo con la pintura francesa propuesto por la muestra, se exhiben dos obras de pequeño formato de Eugène Delacroix (1798-1863), Caballero de la guardia del sultán de Marruecos (1845) y Jinete árabe (c. 1854), en recuerdo de quien es considerado el gran iniciador del género orientalista en Francia. De la generación de Fortuny también Alfred Dehodencq (1822-1882) está representado en el Museo Carmen Thyssen Málaga con el lienzo La justicia del Pachá (1866). Curiosamente, Dehodencq contrajo matrimonio en Cádiz en 1857, desde donde viajó con frecuencia a Tánger. Su confesión de que en Marruecos “pensaba que estaba perdiendo la cabeza” es reveladora del entusiasmo que llegó a suscitar entre los artistas occidentales aquel Oriente emplazado a medio camino entre realidad e imaginación.

En el caso particular de Mariano Fortuny, el origen de su atracción por lo orientalse remonta a 1860, cuando la Diputación de Barcelona le encargó documentar con sus pinturas la guerra de Marruecos. Posteriormente, Fortuny regresó al Norte de África en 1862 y 1871 y, según Quílez, “fue probablemente en el estudio del paisaje marroquí donde encontró por primera vez una mayor libertad de ejecución”. Justamente, Moreno enfatiza la presencia en la exposición del óleo de Fortuny Paisaje norteafricano (c. 1862), perteneciente a la colección Carmen Thyssen-Bornemisza y realizado durante el segundo viaje a África; y es que para los dos comisarios otro de los atractivos de la muestra estriba en que en ella se hace ostensible la faceta de Fortuny como pintor paisajista frente al estereotipo que tradicionalmente lo ha encasillado en los géneros del orientalismo y el casacón –o representación costumbrista de escenas del siglo XVIII–.

De Fortuny se exponen, además, dibujos y acuarelas. De entre estas últimas llama especialmente la atención El vendedor de tapices (1870),que dio gran fama al de Reus tras su exhibición en la galería Goupil de París en mayo de aquel mismo año. La descripción realista de las actitudes de los personajes y de los perros famélicos, la minuciosidad en la reproducción del diseño y calidad de los tejidos, el tratamiento preciosista de la luz y el color hacen de esta acuarela una obra maestra. También merecen destacarse Árabes caminando bajo la tempestad(c. 1860-1865) y Paisaje marroquí. Estudio para el cuadro ‘La batalla de Tetuán’(c. 1860-1862). El abocetamiento de la primera de ellas imprime un tenso dinamismo a los personajes, visible especialmente en la violencia que el viento ejerce en sus ropajes, mientras que unas pocas y rápidas pinceladas de tonos azulados esbozan en la segunda acuarela la lejana montaña y la bóveda celeste, confiriendo un carácter sereno y diáfano a la inmensidad que se extiende ante el espectador en tan solo 26×37 cm de papel.

Otro de los rasgos de Fantasía árabees la exhibición de una serie de objetos que evidencian la preocupación de los pintores orientalistas por la reproducción fidedigna de la realidad. Se trata de piezas de cerámica vidriada, como el Panel de alicatado de jamba nazarí (c. 1370-1380) procedente del Museo de la Alhambra, o la urna, botella y plato del primer cuarto del siglo XX, cedidos por el Museo Nacional de Antropología de Madrid. Tampoco faltan las joyas, similares a las representadas en las pinturas orientalistas, ni las armas, como la espingarda de hacia 1860 perteneciente al Museu de Reus. Pero de gran peso en la construcción del discurso expositivo es la abundancia de fotografías de entre los siglos XIX y XX, que ponen de relieve cómo además de inspirarse en el natural, era frecuente que los pintores recurrieran a las imágenes fotográficas a la hora de llevar a cabo sus composiciones. De esta forma, todo este conjunto patentiza que la pintura orientalista se sitúa a caballo entre la búsqueda de la autenticidad y la ensoñación y, consecuentemente –insiste Francesc Quílez– el relato de Fantasía árabeno es un relato “convencional”, cronológico o estilístico, sino “temático”, proponiendo al visitante una revisión crítica de cada uno de los tópicos del imaginario orientalista.

Para la exposición malagueña se han seleccionado las obras de otros grandes pintores españoles decimonónicos. A este respecto, es necesario precisar que, puesto que el orientalismo está íntimamente ligado al colonialismo y en el caso de España este fenómeno no se pudo comparar con el de otras naciones europeas, el ámbito geográfico de los artistas patrios fue mucho más reducido que el de, por ejemplo, sus contemporáneos galos. En este sentido, señala Quílez que los españoles fueron “poco intrépidos” en el adentrarse en el mundo oriental, limitándose generalmente a las plazas del Norte de África. Ahora bien, esto no quiere decir que los pintores hispanos no conocieran de buena mano las tendencias artísticas imperantes en el extranjero. El Premio de Roma, sus frecuentes viajes y estancias en París, les situaban al mismo nivel que los franceses, con quienes frecuentemente mantenían una estrecha relación de amistad, baste citar el caso de Benjamin-Constant, quien conoce la Alhambra de Granada de la mano de Fortuny –y es que no hay que olvidar que la ciudad andaluza era una etapa obligada en el itinerario de los orientalistas franceses hacia Marruecos–.

De entre los españoles, es especialmente significativo el caso de Josep Tapiró (1836-1913), quien con cuarenta y un años fijó su residencia en Tánger, ciudad en la que permanecería hasta su muerte. El componente etnográfico y la maestría técnica de sus acuarelas le llevaron a alcanzar un gran éxito internacional. A este propósito, conviene recordar que la pintura orientalista suele enmarcarse dentro del ámbito del academicismo, lo que sumado a su carácter evocador, idóneo para satisfacer la necesidad de evasión del público occidental, explica su gran aceptación entre la burguesía europea y, por lo tanto, su elevada demanda en el mercado artístico coetáneo. Con respecto a Tapiró, llama especialmente la atención su Santón Darkawia (c. 1895-1900), cuyo verismo queda patente al compararlo con la fotografía Santón rifeño (c. 1890-1900) de Antonio Cavilla (1867-1908) –quien, a su vez, contó con estudio propio en Tánger–.

Otro autor español de gran éxito fue Antonio Fabrés (1854-1938) quien, sin embargo, nunca visitó el Norte de África. Pensionado en Roma como escultor, comienza a cultivar la pintura realista en la capital italiana, decantándose posteriormente por el orientalismo debido probablemente a la influencia de Fortunyy a las exigencias del mercado, como señala en el catálogo de la exposición Lourdes Moreno. En la muestra pueden admirarse sus óleos Enseñando el Corán (1882), El encantador de serpientes (c. 1899), Esclava en venta –o Ladrona– (c. 1882-1883) y la acuarela La carta (1885), en los que predomina un tono narrativo convencional que desmerece tanto su riqueza cromática como el recurso a lo que casi podría calificarse de “hiperrealismo fotográfico”. Como señala Quílez, Fabrés codificó “un modelo de pintura orientalista estereotipada y arquetípica” y, en la misma línea, Francesc Masriera (1842-1902) “se convirtió en el representante más importante del orientalismo de salón”. Su Muchacha mora (c. 1889), elegida para ilustrar el cartel de la exposición del Museo Carmen Thyssen Málaga, responde a la invariable imagen de mujer exótica, sensual, soñadora y objeto de deseo para el occidental configurada por la pintura orientalista decimonónica.

Tampoco viajó a Marruecos Tomás Moragas (1837-1906), quien a menudo recurrió a fotografías de modelos vestidos a la oriental. En la exposición de Málaga sobresale suBoceto para ‘Café árabe’ (c. 1891), por la libertad de su factura y la acertada combinación cromática en la que el toque rojo del atuendo del jinete contrasta con su túnica azul en un entorno donde la blanca arquitectura actúa como gran fuente de irradiación lumínica. Moragas fue amigo de la infancia y seguidor de Fortuny, hasta el punto de que la figura del jinete de este óleo reproduce el modelo del que aparece en la obra Marroquíesdel reusense.

Destacan además las obras del malagueño de origen granadino Mariano Bertuchi (1884-1955), quien ya a los catorce años viajó al Norte de África, momento del que datan sus primeras obras. En 1918 se instaló en Ceuta, ejerciendo desde 1922 como académico correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Tetuán y, a partir de 1928, como inspector jefe de los servicios de Bellas Artes del Protectorado español de Marruecos. En Tetuán promovió la fundación de entidades como la Escuela de Bellas Artes. En la muestra de Málaga sorprenden la captación de la luz a través de una pincelada suelta y empastada en Fondak del trigo (c. 1915-1920), así como el cromatismo, luminosidad y calidad de las texturas conseguidas con esos mismos toques apresurados en Sirviendo el té (1899). Tampoco debe dejarse de admirar el Moro con Turbante (c. 1872-1880) de Joaquín Agrasot, uno de los pintores españoles dedicados al género que gozó de gran éxito en Exposiciones Universales como la de Filadelfia de 1876.

Por citar otros nombres de la larga lista de artistas locales presentes en la exposición, cabe ensalzar la minuciosidad y preciosismo del Café Moro (c. 1895) de José Benlliure (1855-1937), también pensionado en Roma que viajó a Argelia y Marruecos en 1888 y 1897, respectivamente. Asimismo, llama la atención el Fumador de Kif (1872) de Emilio Sala Francés, cuya composición lleva a pensar inevitablemente en el Toreador muerto de Édouard Manet, al tiempo que la disposición y factura de su brazo tendido sobre el suelo despierta el recuerdo, salvando las distancias, del de la Lucrecia de Eduardo Rosales (1836-1873). Finalmente, también es digno de mención el realista Encantador de serpientes (c. 1896) del gaditano Salvador Viniegra.

En definitiva, la exposición propone un recorrido que en palabras de la presidenta de la Fundación Palacio de Villalón, Carmen Thyssen“nos permite viajar con la mirada y la imaginación, uno de los principales deleites que puede proporcionar el arte al espectador y al coleccionista”. Se suceden así paisajes fascinantes de luz y color, palacios de ensueño en cuyos alicatados destella el esplendor oriental y donde en suntuosas estancias se ajusticia, se experimenta el letargo de la indolencia o se vislumbra la belleza del eterno femenino. Otras veces son escenas populares las que se desarrollan en callejuelas oscuras, en patios encalados donde se comercia y se llevan a cabo las tareas cotidianas, o en cafés tapizados de alfombras en los que se fuma, se bebe y se canta. La irresistible atracción del exotismo oriental se respira en los harenes prohibidos, en la mística plegaria, en el hipnótico arte del encantamiento de serpientes, en la crueldad de los castigos a quienes infringen la ley o en la impetuosidad de costumbres como la tabaurida o ‘corrida de la pólvora’. Y es que la pintura orientalista supo sintetizar a la perfección el carácter irracional, sensual y salvaje que el Occidente colonizador atribuyó a su Oriente idealizado, no legando de esta suerte a la posteridad sino la definición plástica, preciosista y virtuosa de su propia imagen.

Bibliografía: 
Fantasía árabe. Pintura orientalista en España (1860-1900) (catálogo de exposición), Málaga, Fundación Palacio de Villalón, 2019 [con ensayos de Lourdes Moreno y Francesc Quílez Corella].

Fantasía árabe. Pintura orientalista en España (1860-1900)
En el Museo Carmen Thyssen Málaga.
Del 12 de octubre de 2019 al 1 de marzo de 2020.
Más información en www.carmenthyssenmalaga.org

Un comentario sobre “Fantasía árabe: una reivindicación del orientalismo español”

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