En la castiza calle Arenal de Madrid se puede visitar el palacio de Gaviria, espléndida construcción decimonónica que alberga la exposición temporal Brueghel. Maravillas del arte flamenco.
Patrocinada por la Fondazione Terzo Pilastro-Internazionale y organizada por Arthemisa España en colaboración con Poema S.p.A, la muestra nos permite conocer a través de un centenar de piezas –tanto de los miembros más significativos de la familia Brueghel como de artistas de la talla de Rubens, El Bosco o David Teniers– “la historia del arte europeo de los siglos XVI y XVII”.
El visitante que se acerque a contemplar las obras, distribuidas a lo largo de dieciséis salas, podrá disfrutar igualmente del maravilloso entorno que las rodea: un palacio diseñado por el arquitecto Aníbal Álvarez y financiado por el Marqués que le da nombre, D. Manuel de Gaviria y Douza, banquero y bolsista perteneciente a la élite de la burguesía madrileña del siglo XIX.
La edificación, acorde al status de su dueño, fue inaugurada en 1851 y, a decir de los medios de comunicación de la época, no hubo en aquellos años ningún otro inmueble que la “igualase en lujo y magnificencia, en suntuosidad y buen gusto”. Hoy, el que fuese residencia particular, se ha convertido tras diferentes avatares en un espacio expositivo que nos concede la oportunidad de visitar tanto la zona pública –con la que todas estas construcciones contaban–, como la privada –antaño accesible únicamente a la familia–. De esta forma, junto a las magníficas obras seleccionadas para la exposición, podremos asimismo admirar los frescos que ornamentan los techos de algunas salas realizados por Joaquín Espalter Rull– o piezas como espejos y otros adornos originales que decoran los salones del palacio y cuya estructura ha sido fielmente respetada con el montaje museográfico.
En la primera de las salas un video informativo anuncia al espectador el contenido que la muestra va a posibilitarle contemplar de forma directa. En la siguiente, pocos pasos más allá y bajo el titulo El juicio moral, entre la salvación y la condena, se presentan una serie de obras de temática religiosa de Jan van Doornik, Marten van Valckenborch o Gerard David, todas ellas cuadros de pequeño formato o trípticos con narraciones fundamentalmente basadas en el Antiguo o Nuevo Testamento. Este tipo de escenas de carácter devocional pretendían inculcar la moral cristiana, al estar dotadas de una función didáctica en una época en la que la mayoría del pueblo era iletrada y veía en las imágenes un apoyo con el que comprender el mensaje evangélico.
Soldados y cazadores bañados en luz invernal y Relatos de viajeros y mercaderes son las siguientes secciones en las que se divide un discurso expositivo, protagonizado por una de las familias de artistas más prolíferas en la Historia del Arte: los Brueghel.
Uno de sus miembros más destacados y con el que se inaugura el clan es Pieter Brueghel el Viejo (h. 1525-1569), al que ya dos años antes de su muerte, en 1567, su contemporáneo Ludovico Guicciardinide nominaba “el segundo Bosco”, debido a la maestría alcanzada por un artista que en la actualidad es considerado el mayor representante de la pintura flamenca del siglo XVI.
Pocos datos se conocen tanto de su biografía como de su formación, aunque existe una pequeña obra realizada por Karel van Mander en la que, al igual que hiciera Vasari en sus Vite, se recogen algunos datos sobre las vidas y obras de ciertos maestros holandeses, alemanes y flamencos, entre los que se encuentra Brueghel.
Según el holandés, Pieter Brueghel el Viejo habría nacido en los alrededores de Breda –en un pueblo del que tomaría el nombre para “transmitírselo a sus descendientes”– y habría estudiado a la sombra de Pieter Coeck y, posteriormente, junto a Hieronymus Cock. Tras un hipotético viaje a Francia e Italia se habría asentado en Amberes, entrando a formar parte en 1551 de la Guilda de San Lucas, un gremio de pintores.
El maestro flamenco habría trabajado entonces en la representación de diferentes géneros pictóricos, destacando fundamentalmente –tal y como se aprecia en la exposición– los óleos “que ilustraron proverbios y dichos populares de una manera realista, reflexiva y provocadora, incisiva y no siempre fácil de interpretar, dando pie a una obra rica en contenidos morales”. Sobresalió asimismo en la realización de paisajes, temas “bosquianos” que tratan del más allá, el infierno y la muerte o, principalmente, escenas cotidianas que reflejaban la vida que le rodeaba, creando una suerte de crónica de sus coetáneos a los que gustaba de retratar en sus quehaceres diarios: de ahí que haya pasado también a la historia como “el pintor de los campesinos”. Van Mander, de hecho, relata en su libro cómo el maestro se complacía en ir “a las fiestas populares al aire libre y a las bodas de aldea disfrazado de campesino, ofreciendo regalos como los demás invitados y diciendo que era de la familia de uno de los contrayentes”. Su satisfacción consistiría –apostilla el escritor– en estudiar las costumbres rurales “estas comilonas, estos bailes, estos amores campestres que él traducía de forma admirable”.
En suma, Brueghel describió el mundo que le rodeaba con sus defectos y sus virtudes. Un mundo difícil, rudo, violento en ocasiones y divertido y jocoso en otras. A diferencia de lo que en la misma época hicieron los grandes maestros renacentistas italianos, como señala Timothy Foote, “percibió la pequeñez del hombre”, pues en sus cuadros los personajes se muestran “temerosos de la brevedad de su existencia (…) y bailan a menudo como suelen los humanos en épocas aterradoras”.
Tras su muerte, acaecida en 1569, sus pinturas se revalorizaron gracias en parte a su escasa producción, pues están documentadas poco más de 40 obras autógrafas. Al pertenecer estas desde un principio y en su mayoría a coleccionistas privados, sería la labor de su primogénito Pieter Brueghel el Joven (1564-1637), en cuanto copista de los lienzos de su padre, hacer florecer el renombre de su progenitor, o al menos así lo afirma el historiador Klaus Ertz, quien señala cómo Pieter “se esforzó en imitar el estilo de su padre que se volvió más popular entre la burguesía flamenca de principios de 1600”.
Igualmente asegura Ertz que “si su padre era el visionario y el moralista, su hijo fue cronista de su época (…) un narrador de los más ínfimos detalles [representando] a la gentetal y como es”. La trampa para pájaros, cuadro que puede contemplarse en la exposición que nos ocupa, da buena prueba de ello. Se trata de una bella y sencilla escena invernal que esconde, además, una alusión moral a la naturaleza pasajera de la vida.
Por otra parte, cabe resaltar la figura de Jan Brueghel el Viejo (1568-1625), quien fuera el segundo de los hijos de Pieter Brueghel el Viejoy el más reconocido de todos ellos [9]. Al igual que hiciese su hermano mayor, continuó con la tradición familiar manteniendo la técnica y la temática de las obras de su padre, si bien alcanzó gran fortuna como pintor de bodegones “meticulosamente ejecutados, que fueron altamente valorados”, según afirma la historiadora del arte Miriam Jiménez García-Fraile.
La saga Brueghel prosiguió con la figura de Jan Brueghel el Joven (1601-1678), hijo del anterior que, tras formarse en el taller de su padre, marcharía a Italia para mejorar su preparación. Del país cisalpino volvió tras el fallecimiento de su progenitor, afincándose entonces en Amberes, donde regentaría el taller que había recibido por herencia. En dicha localidad y al igual que había hecho años atrás su abuelo, ingresó en la Guilda de San Lucas. Más tarde se casó y tuvo once hijos, de los cuales cuatro continuaron con “el oficio”.
En efecto, las secciones denominadas Gloria y vanidad de la naturaleza sedente y El reinado de la naturaleza dan a conocer el trabajo de los últimos herederos del legado Brueghel: Jan Peter Brueghel (1628-1664) –que se especializó en el género floral–, Abraham Brueghel (1631-1697) –que destacó como pintor de paisajes y bodegones de flores y frutas– o Ambrosius Brueghel (1617-1675) –que, como el anterior, focalizó principalmente sus composiciones en la realización de exuberantes bodegones–.
Esta especialización de los más jóvenes en un género tan diferente del que caracterizó la producción de sus predecesores no llega a sorprender, teniendo en cuenta que con este tipo de obras se daba respuesta a una necesidad fruto de las nuevas tendencias artísticas dominantes en el Flandes del siglo XVII, cuya principal consecuencia fue el triunfo de las conocidas como ‘naturalezas muertas’.
Así, la sociedad del momento comenzó a demandar un tipo de arte en el que las flores, los frutos o los animales, terminarían erigiéndose en los verdaderos protagonistas del lienzo, de ahí que se desarrollasen talleres que vinieran a satisfacer los nuevos gustos imperantes en el mercado artístico.
Especial importancia entre las producciones “brueghelianas” adquirieron las composiciones florales que, o bien acompañando a escenas religiosas, o bien mostrándose en todo su esplendor, hicieron fortuna en sus obradores. Amberes y Utrecht se convirtieron en dos centros de difusión de la pintura floral al óleo, debido posiblemente al interés que suscitaron en esos momentos la botánica y las ciencias naturales. Y de igual forma contribuyeron a su propagación las numerosas ilustraciones o grabados de flores recogidos en el conocido Florilegium de Collaert, publicado antes de 1600. Estas láminas favorecieron la apreciación de las flores como muestra de la belleza, diversidad y riqueza de la naturaleza. Y es quejacintos, violetas, gladiolos, los exóticos lirios llegados de Persia, las dalias traídas de México o los tulipanes importados desde Turquía y cotizados a precios muy elevados, aparecen en estas composiciones como elemento principal de una naturaleza doméstica digna de ser plasmada por el pincel. De este modo las encontramos dispuestas en hornacinas, en floreros de cristal, porcelana o loza, buscando siempre dotar al cuadro de un sentido naturalista pero también simbólico, ya que a menudo se relacionan con el tema de las vanitas por lo que su naturaleza intrínseca tiene de efímero: las flores suponían “un contraste entre el carácter transitorio de la vida y la amenazadora presencia de la muerte”.
Finalmente, el recorrido expositivo concluye en una pequeña sala denominada El baile de los pobres. A través de las obras expuestas hemos podido comprobar cómo los artistas flamencos devinieron narradores de historias, comentaristas de unos hechos que no se limitaron a plasmar, sino que también participaron en ellos. Por ejemplo, acontecimientos festivos de lo más cotidiano como pueda ser la celebración que protagoniza este espacio: unos desposorios. Las obras expuestas, de carácter jovial y alegre, nos permiten descubrir los ritos asociados al cortejo y al matrimonio en aquella época.
Por consiguiente, los juegos de seducción, las escenas de corte sensual o divertido, se dan cita en unos lienzos donde la adopción de un punto de vista ‘en contrapicado’ hace posible identificar hasta el más ínfimo detalle de unos personajes que se presentan de forma monumental. De nuevo los Brueghel se ocupan del pueblo, sus obras huyen de las clases sociales más elevadas, centrándose en las más humildes, las “mejor preparadas para representar la realidad del mundo en su conjunto, puesto que el pueblo llano no estaba sujeto a la máscara del artificio y se comportaba con espontaneidad sincera”.
Comisionada por Sergio Gaddi, esta muestra ha llegado a España tras haber sido expuesta en capitales como Roma, París, Tel Aviv o Tokio, gozando de una gran acogida en todas y cada una ellas. En esta ocasión, es el público madrileño el que podrá disfrutar de Brueghel. Maravillas del arte flamenco en el Palacio de Gaviria de la calle Arenal desde el 7 de octubre de 2019 hasta el 12 de abril de 2020.
Brueghel. Maravillas del arte flamenco
Del 7 de octubre de 2019 al 12 de abril de 2020.
En el Palacio de Gaviria de Madrid.
Más información en www.palaciodegaviriamadrid.com/brueghel.html