Marguerite con gato negro (detalle).

‘Sobre todo busco la expresión’, sentenciaba Henri Matisse en Notas de un pintor (1908): la expresión, pero no tanto del sentimiento en sí como de la emoción inherente a las puras cualidades pictóricas que reproducen la Naturaleza; y es que ‘la composición es el arte de disponer de un modo decorativo los diversos elementos que se encuentran a merced del pintor para expresar sus sensaciones. Una obra de arte debe ser armoniosa en su totalidad’. Estas premisas esenciales —recogidas por John Klein en Matisse and Decoration (2018)— se traslucen en cada una de las cuarenta y seis piezas que del maestro francés reúne Chez Matisse. El legado de una nueva pintura, exposición en la que el trabajo matissiano es confrontado, a su vez, con otras cuarenta y nueve creaciones de autores de la talla de Picasso, Derain, Braque, Vlaminck, Van Dongen, Sonia y Robert Delaunay, Marquet, Bonnard, Nolde, Kirchner, Kupka, Lariónov, Goncharova o Le Corbusier. 

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Por consiguiente, desde la conquista del color, el fauvismo y la anarquía cromática hasta la investigación de la inserción de la figura en el espacio decorativo, Chez Matisse explora en sus ocho ámbitos la trayectoria y el alcance de uno de los artistas de mayor repercusión internacional a lo largo de la historia: Henri Matisse (1869-1954). De la misma manera, la influencia de la luz mediterránea, la angustia provocada por la Gran Guerra, la relación de Matisse con las vanguardias en Rusia y Alemania (su interés compartido por la expresión de la emoción y lo ‘primitivo’), el diálogo mantenido con Kupka a través del juego de planos cromáticos o el retorno a Cézanne, Picasso y Bonnard a lo largo de su carrera, son otros de los aspectos que no desatiende esta nueva colaboración entre la Fundación La Caixa y el Centre Pompidou de París que, hasta agosto de 2026, podrá admirarse sucesivamente en los CaixaForum de Madrid y Barcelona.

De Saint-Quentin a París: William-Adolphe Bouguereau

Habiéndose licenciado en la facultad de Derecho de París en 1888, Henri Matisse estuvo trabajando en un bufete de abogados de Saint-Quentin hasta 1890 cuando, convaleciente tras una operación de apendicitis y gracias a la caja de pinturas que su madre le regala para combatir el aburrimiento, el artista decide dar rienda suelta a su irrefrenable vocación pictórica. Aunque en ese tiempo ya había asistido a las lecciones matinales de dibujo de la École Quentin-Latour, Matisse asociaba el diseño con la mera copia de los modelos de la Antigüedad que allí encontraba, mientras que la práctica de la pintura supondría para él ‘sentirse gloriosamente libre’. De esta suerte, en 1891 se traslada a París y empieza a frecuentar la Académie Julian, donde recibirá las lecciones de uno de los más reputados pintores académicos del momento, William-Adolphe Bouguereau. Desilusionado no obstante con la instrucción de quien, además de indicarle su desconocimiento de la perspectiva, se declararía ante él un ‘trabajador infatigable’ en la ‘laboriosa’ tarea del arte, Matisse intenta acceder infructuosamente a la École des Beaux-Arts. Así, en 1892 –año en que resulta especialmente impresionado por Las Viejas y Las Jóvenes de Goya en el Museo de Lille–, se matricula en la Escuela de Artes decorativas —donde conoce a Albert Marquet— y, como era habitual entre los aspirantes a ingresar en la École, comienza a dibujar vaciados de yeso en el Cour Yvon, esperando llamar la atención de alguno de los profesores del centro. Tal fue el caso de un Gustave Moreau que, ejerciendo como docente desde el año anterior, le admitirá en su taller eximiéndole del concurso de ingreso (John Edferfield, The Drawings of Henri Matisse, 1983).

Moreau y la visión interior

Según Georges Rouault —junto con Matisse otro de sus grandes discípulos—, Gustave Moreau enseñaba a sus alumnos a dirigir su deseo ‘sin ningún método preconcebido’, es decir, no guiándose ‘por una noción externa de objetividad’, sino por cierta ‘visión interior’, o lo que es lo mismo, buscando ‘la propia expresión personal’. Y es que Moreau pretendía que cada uno de sus alumnos desarrollase sus dotes personales, desapareciendo en él el pintor para dejar paso única y exclusivamente al profesor. Nunca buscaba influirles en el sentido de sus propias convicciones y, aunque basó el saber de los futuros pintores en la cultura clásica, jamás se opuso a las nuevas tendencias (J. Selz, Moreau, Flammarion, 1978). Por lo tanto, los presupuestos asimilados ayudarían a Matisse, no ya a acceder finalmente a la École de Beaux-Arts en febrero de 1895, sino a forjar su propia personalidad artística, que en su primera etapa va a fluctuar precisamente entre el impresionismo y las tesis simbolistas de su maestro. Bajo la influencia de este, Matisse continúa su aprendizaje copiando en el Louvre, pero ahora con otro sentido, pues la copia se ha convertido en un método de estudio y no en la simple adquisición de una habilidad. No en vano aseguraría Matisse en una entrevista con Gaston Diehl que conducirlos al Louvre había resultado ser ‘una actitud casi revolucionaria’. En consecuencia, el joven de Cambrai llegaría a copiar, animado por Moreau, más de veinticinco lienzos durante una década, incluyendo telas italianas, españolas y holandesas de los siglos XVI y XVII, pero sobre todo las de los franceses Poussin, Watteau, Fragonard y Chardin (J. D. Flam, Matisse on Art, 1995).

Fieras

Frecuentando la Académie Carrière hacia finales de siglo, Matisse conoció al joven André Derain, pintor que acababa de abandonar sus estudios de ingeniería para dedicarse al arte. Entre ambos existía una diferencia de más de diez años de edad pero, según confesaría Matisse, ese tipo le interesó, pues ‘no trabajaba como los otros’. Por aquel tiempo acudían juntos a copiar al Louvre, donde algunas versiones de Derain escandalizaban al público, según relata Hillary Spurling en The Unknown Matisse, de 2001. No obstante, todavía habría que esperar hasta el verano de 1905 para que, pintando el Mediterráneo en Collioure, ambos realizasen sus primeros cuadros a la manera puntillista de Paul Signac (esas telas rebosantes de rojo que, aún siendo tildadas de fauves por el crítico Louis Vauxcelles en el Salón de Otoño de aquel mismo año, supieron ganarse, entre otros importantes apoyos, el favor de la familia Stein).

Entretanto, en el verano de 1901 André Derain había entablado amistad con Maurice Vlaminck y ambos compartían estudio en Chatou, pequeña localidad al norte de París donde Derain residía con sus padres. Conviene recordar, además, que en ese lustro tres exposiciones ejercieron una gran influencia en los nuevos pintores: la retrospectiva dedicada a Van Gogh por la Galerie Bernheim-Jeune en 1901; el Salón de Otoño de 1904, que consagraría a Cézanne toda una estancia con cuarenta y dos lienzos; y, por último, la reunión de ochenta y cinco obras de Maurice Denis en la Galería Druet a finales de año. A estos referentes cabe añadir el de la pintura de Gauguin, cuyos trabajos del Pacífico sur, por ejemplo, pudo admirar Henri Matisse visitando la colección del también artista Daniel de Monfreid, con quien en 1905 le pondría en contacto Aristide Maillol. Precisamente, sobre este y la inclinación que ambos sentían por la escultura dirá Matisse: ‘Maillol trabajaba mediante la masa, como los antiguos, y yo, mediante el arabesco, como los renacentistas’. A este respecto, tampoco debe olvidarse el transgresor impacto que ejercería la escultura africana y oceánica sobre la capacidad creativa de la nueva generación de pintores en su lucha contra los cánones del arte convencional.

Poco antes, en septiembre de 1904, Derain había regresado a Chatou tras finalizar su servicio militar y, después de pasar el invierno pintando paisajes con Vlaminck, recibiría la invitación de Henri Matisse para participar en el Salón de los Independientes de marzo de 1905 —donde, por cierto, se expondrá el icónico Lujo, calma y voluptuosidad—. Otro hecho significativo es que el propio Matisse había puesto en contacto a Derain con el marchante Ambroise Vollard, quien adquiriría todos sus cuadros de esa época. En lo que concierne a la relación con Vlaminck, se debe tener en cuenta que Henri Matisse lo conoció justamente por mediación de Derain en la monográfica de Van Gogh de 1901, año en que una severa bronquitis había obligado a nuestro pintor a trasladarse a Suiza. De vuelta en París, Matisse visitaría a los otros dos artistas en Chatou, quedando profundamente impresionado por sus propuestas pictóricas. Serán estas el germen de la nueva corriente que, gracias a la libre expresión de su subjetividad individual, unirá a los tres creadores en la progresiva conquista de la realidad por medio de un cromatismo desvinculado de toda asociación descriptiva. 

Arabescos

En particular, el interés de Matisse por el Arte musulmán se habría despertado principalmente a raíz de la Exposition des arts musulmans que, celebrada en el Museo de Artes decorativas de París en 1903, tuvo como gran impulsor a Gaston Migeon, conservador del Museo del Louvre y más tarde autor del Manuel d’art musulman: arts plastiques et industriels. Tiempo después, Matisse visitará junto con Marquet otra muestra dedicada a las grandes obras del arte islámico, la Meisterwerke Muhammedanischer Kunst de Múnich, donde en 1910 se reunieron unas tres mil seiscientas piezas representativas de la cultura musulmana. Esta nueva toma de contacto con el Oriente, así como la experiencia inmediatamente anterior de su amigo Van Dongen, motivaría las estancias que entre 1912 y 1913 Matisse realizó en Tánger y que, sin duda, resultaron ser mucho más fructíferas que aquel primer viaje de dos semanas a Argelia efectuado por el pintor en 1906 —sin mayor aportación creativa de relieve que el Desnudo azul, recuerdo de Biskra—. A finales del pasado siglo, muestras como la del Institut du monde árabe o la National Gallery de Washinton subrayarían la importancia de estas visitas en el desarrollo del orientalismo matissiano, que a partir de los años treinta se va a caracterizar por una serie de odaliscas ‘donde los papeles pintados son a menudo más exóticos que la modelo’, ironiza en su artículo del Dictionnaire des Orientalistes de langue française (2008) François Pouillon, quien simultáneamente desvincula este conjunto del antecedente de Delacroix. Sea como fuere, hablar de inspiración oriental en Matisse exige considerar su atracción por el arabesco, que el pintor —ante la pregunta de André Verdet: ‘¿Por qué estás enamorado de él?’—, definía como ‘el modo más sintético de expresarse uno mismo en todos sus aspectos’ (Flam, 1995). 

Andalucía

En este punto resulta obligado recordar el viaje que Henri Matisse realizó a España entre noviembre de 1910 y enero de 1911, efectuando escalas en Madrid, Córdoba, Granada, Toledo, Barcelona y, sobre todo, Sevilla, ciudad en la que Matisse compartiría estudio —y noches de flamenco— con su amigo Francisco Iturrino, además de con el escritor y artista Auguste Bréal. Aparte de la motivación que la capital hispalense supuso para el francés, que en el cambio de aires buscaba un remedio a su bajo estado anímico, la contemplación de la Alhambra implicó la revelación de ‘una maravilla’ y el sentimiento de una ‘profunda emoción’, según escribió el propio Matisse a su esposa —su ‘querida Mélo’—, a la que enviaba misivas diariamente. En el libro de visitas del monumento se conserva la firma del pintor, que se detuvo en Granada entre el 9 y el 11 de diciembre de aquel año de 1910 que serviría de revulsivo tanto a su crisis depresiva, como al despliegue en sus composiciones de los motivos de carácter curvilíneo que le inspiraran la escritura caligráfica musulmana o los patrones decorativos de chales, mantones, muebles y tapices, sin olvidar los azulejos y cerámica que llegó a adquirir Matisse durante su estancia, véanse a este respecto sus bodegones sevillanos I  y II.

Gran Guerra

A pesar de no haber sido movilizado, los terribles conflictos bélicos que marcaron el devenir del siglo XX afectaron en gran medida a Matisse, aunque repercutirían más sobre su identidad de artista que sobre la temática de su obra, en ocasiones tachada de ‘ajena a la condición humana’ (Courthion, 1941). Se ha replicado, sin embargo, que la ausencia del hecho contemporáneo no conlleva indiferencia ante el drama social; al contrario, baste recordar como Alfred Barr, por ejemplo, encontró en la pintura de Matisse un ‘muro protector ante toda forma de extremismo’ (Claudine Grammont, Tout Matisse, 2018). En cualquier caso, la I Guerra Mundial provocó un ensombrecimiento de la paleta cromática de Matisse, así como la continuación de su exploración iconográfica del umbral de puertas y ventanas, ahora como punto de transición hacia un exterior que se torna amenazante. En lo relativo a la luminosidad, algunos de los retratos de esa época parecen invadidos de un misterioso resplandor espectral, mientras que el negro se apodera del fondo de los espacios en lo que se considera otra aproximación al concepto de noir-lumière o ‘negro-luz’, es decir, un negro puro que es empleado como ‘color de luz’ y no ‘de oscuridad’ —véanse el Retrato de Greta Prozor (1916) o la Puerta-ventana en Colliure (1914),  respectivamente—.   

Mediterráneo

Matisse había conocido el sur en 1898, año de su matrimonio con Amélie Parayre. Después de su luna de miel, que en enero les había llevado a Londres, la pareja había residido seis meses en Córcega y, a partir de agosto, otros seis en Toulouse, con los padres de Mélo. La luz y colorido de los paisajes del Mediodía influirán en la pintura de Matisse, al igual que sucedería en Saint-Tropez en 1904, en Collioure en 1905 o desde que en diciembre de 1917 el pintor descubre Niza, ciudad a la que de un modo u otro Matisse permanecerá ligado hasta su muerte pues, en palabras del propio autor, ‘cuando me di cuenta de que cada mañana volvería a ver esa luz, mi alegría fue indescriptible. Decidí no irme de Niza y me quedé allí prácticamente toda mi vida’. Desde entonces y durante la década de 1920, la obra de Matisse ganaría progresivamente en serenidad y sensualidad, sin olvidar ese decorativismo que de forma paulatina inunda el espacio pictórico, generalmente interiores, unas veces desbordados de luz, otras envueltos en cortinajes y tapices floreados, donde las figuras femeninas se acomodan indolentes entre coloridos arabescos.

Découpages

Desde 1943 a 1949 Matisse habitó la Villa Le Rêve de Vence, en la Riviera francesa. La residencia, con sus 2500 m2 de jardín y su aspecto ‘algo colonial’ le hizo revivir su viaje a Tahití de 1930: ‘sitúo con toda naturalidad en lo que me rodea mis recuerdos tahitianos’. En este periodo, aparte de realizar numerosos gouaches découpées —composiciones concebidas a partir de papeles pintados recortados y pegados conciliando línea y color—, lleva a cabo ilustraciones de libros como Las flores del mal y pinta una cincuentena de cuadros, entre los que destacan los ‘Interiores de Vence’. En ellos Matisse retoma la representación del taller a base de grandes planos de color y una presencia vegetal que confiere a la obra una atmósfera próxima a la de sus obras de 1911. Además de ‘habitar el espacio’ con ‘energía serena y luminosa’, la pintura de Matisse encuentra en el elemento natural un símbolo de reverdecimiento vital tras su operación de cáncer de colon de 1941 (Grammont, 2018).

Pero ni siquiera la enfermedad frenó el genio inventivo de un Matisse cuyos collages de papeles pintados marcarían nuevos hitos en la historia del arte contemporáneo, abriendo nuevas corrientes de indagación artística en los años cincuenta y sesenta de la segunda mitad del siglo XX: de ahí su influencia en el pintor Barnett Newman o su colaboración con Le Corbusier en la Capilla del Rosario de Vence (1951), entre otros ejemplos. Solo la muerte pudo extinguir la necesidad interior de constante expresión personal a través del Arte en un autor que defendió a ultranza el valor del carácter decorativo de toda creación estética. Solo así se alcanza esa ‘cualidad esencial’ necesaria para la propagación de un eterno y exultante entusiasmo a nuestro alrededor, tal y como declararía el mismo artista para quien el arte moderno no era sino ‘un arrebato del corazón’.

Chez Matisse. El legado de una nueva pintura 
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