La arena, 1950. 

Hay una mirada que nunca abandonará al espectador de Maria Helena Vieira da Silva. Anatomía del espacio, exposición inaugural de la nueva temporada del Guggenheim Bilbao en el marco de su decidida apuesta por la divulgación de la obra de mujeres artistas. Y es esa mirada, con su hermosa e interesante expresión, la que nos dirige la pintora portuguesa en su Autorretrato de 1930. Así lo asegura la comisaria de la muestra y directora del Área Curatorial y de Colecciones de la National Portrait Gallery de Londres, Flavia Frigeri quien, a su vez, incide en el proceso de estratificación que domina, tanto formal como conceptualmente, la trayectoria de Vieira da Silva. Y es que más allá de lo que a primera vista se observa en sus cuadros, siempre aparece una nueva capa pictórica o matiz semántico que ella nos invita a valorar, tal y como metafóricamente trasluce Maria Helena Vieira da Silva en el estudio, montaje fotográfico que Denise Colomb llevara a cabo en el París de 1948. Hoy portada del catálogo de la exposición, esta instantánea superpone fantasmagóricamente las imágenes de quien el poeta René Char definiera como múltiple y una

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Una multiplicidad que palpita en sus lienzos, donde el dinamismo del espacio en continua transformación, la evanescencia de las fronteras de lo real en espacios urbanos que se tornan imaginarios, el desdibujamiento de los confines entre figura y fondo pictórico, las perspectivas quebradas, las retículas lineales, el ritmo cromático, la fusión de tradición y modernidad, los ecos cubistas y futuristas, el imaginario del Portugal de la niñez, las arquitecturas, el tiempo y la memoria… configuran ese lenguaje único que llegó a cautivar a Peggy Guggenheim —quien en 1943 incluiría a Vieira entre las 31 mujeres de su galería neoyorquina Art of This Century— o a Hilla Rebay —primera directora de aquel Museum of Non-Objective Painting que, precursor del Solomon R. Guggenheim Museum, adquiriría su tela Composición en 1937—. De esta manera, articulada en ocho secciones, la muestra ofrece una panorámica de la producción de Maria Helena Vieira da Silva (1908-1992) a lo largo de seis décadas de carrera, desde los años treinta hasta finales de los ochenta del pasado siglo. 

París

El itinerario expositivo comienza presentando a la artista en el momento de su llegada a París en 1928. Nacida veinte años antes en Lisboa, Vieira da Silva había crecido en el seno de una familia acomodada de elevado nivel cultural, pues su padre, Marcos Vieira, era diplomático, y su abuelo materno, José Joaquim da Silva, director del diario O Século. Un entorno donde Maria Helena, que se educa exclusivamente con tutores, se familiariza con las artes: no solo puede acceder fácilmente a la biblioteca de su abuelo, con una destacada colección de literatura artística, sino que fruto de su esmerada instrucción nace su entusiasmo por la música y su pasión por la pintura, alentada mediante viajes y visitas a museos como la National Gallery de Londres. Igualmente, cuando Vieira inicia su formación en Lisboa recibe el apoyo incondicional de su madre Maria do Céu da Silva —viuda desde que Maria Helena cuenta dos años— para trasladarse a París, capital artística de la Europa de aquel tiempo. Allí, su paso por la Académie de la Grande Chaumière de Antoine Bourdelle resultará trascendental, tanto por la calidad de su enseñanza, libre del condicionamiento académico que imperaba en otros centros formativos, como por el encuentro con el que dos años más tarde se convertirá en su marido: el pintor húngaro de origen judío Árpád Szenes (1897-1985). La pareja que ambos formaron se apartará del tradicional estereotipo de relación tempestuosa entre artistas temperamentales y que sitúa al hombre en una posición preponderante como maestro de reconocido prestigio. Al contrario, ambos permanecieron siempre felizmente unidos, hecho que proporcionaría a Vieira da Silva un ‘apoyo y espacio de seguridad’ reconfortantes: —‘Es todo muy misterioso. Nuestra vida ha sido maravillosa. ¡Todo el mundo está sorprendido! Dos pintores que se aman y que han pasado toda la vida juntos’, exclamaba Maria Helena—. Además, desde el momento de su matrimonio Árpád asume un papel secundario, dejando que sea ella quien se dedique plenamente al arte, quien coseche el éxito y alcance un importante renombre y proyección pública. Justamente, el meticuloso método creativo, la precisión con que la autora ejecutaba sus obras, ese ‘poco a poco ir rellenando la superficie pictórica’, su esmero durante el proceso de realización de unas composiciones que aborda sin bocetos previos, el estricto horario de intensa consagración a un trabajo metódico, todo emergerá desde lo más profundo de cada uno de los retratos en que, discretamente y a lo largo de los años, Árpád la represente silenciosa y concentrada frente al lienzo, como sucede, por ejemplo, en Retrato de Maria Helena, de 1940. 

Espacios

Influida por muchos y por ninguno, Vieira da Silva se apropia del arte de Cézanne, de los dameros de Bonnard, de la estética cubista o futurista, del universo mecanicista de su maestro Léger, de las composiciones geométricas de Klee, incluso de la tradición creativa del azulejo portugués para conformar un espacio vibrante que hacia las décadas centrales del siglo XX adopta una apariencia abstracta. Precisamente, explica Flavia Frigeri que uno de los objetivos de la organización de la muestra es invitar al público a entablar un diálogo y a reflexionar acerca del rasgo más característico del estilo de Maria Helena, esto es, su interés por el espacio: cuestión poliédrica que nace durante una visita a Marsella poco después de su matrimonio cuando, impresionada por el antiguo puente transbordador de la ciudad y sus líneas estructurales, así como por las viviendas en construcción y la tensión generada por sus andamiajes, Vieira comienza a dejar aflorar sobre el lienzo el impacto de la linealidad y sus innumerables perspectivas, véase Blanco Marsella, de 1931.

Otro lugar clave en el desarrollo de su lenguaje espacial resulta ser el mismo taller de la artista, con el que esta mantiene una estrecha relación vital, una especie de santuario al que Da Silva convierte en fuente de inspiración y protagonista de sus lienzos. En particular, en su Estudio. Lisboa, de 1934-1935, la ordenación planimétrica parece configurarse a modo de esqueleto constitutivo, reducido este a sus propios huesos, término que Frigeri emplea intencionadamente para subrayar la ‘relación anatómica’ que Da Silva habría establecido con el espacio. No en vano la pintora había quedado fascinada con un curso de anatomía que, impartido en su facultad lisboeta, le posibilitaba dibujar incesantemente cada pieza ósea, hasta llevársela a su domicilio para el estudio. A la inversa de lo que pudiera pensarse, esta afición no apuntaría a una futura inclinación de Vieira por la representación figurativa, sino que marcará su progresiva deriva hacia la disección abstracta de los espacios circundantes que, al igual que el cuerpo humano, pueden analizarse, desarticularse y simplificarse hasta alcanzar su entramado o armazón fundamental.

Bailarines, ajedrecistas y jugadores de naipes

Estos son algunos de los motivos con los que más se ha identificado la producción de Maria Helena Vieira. Sin embargo, debe pensarse que más allá del asunto, cada tela consta de varios niveles de lectura. Así, al margen de la cita a Los jugadores de naipesde Cézanne, estas partidas se vuelven metáforas de la vida, donde cada persona —o jugador— es responsable de sus actos, aunque estos deban continuamente responder a los del resto de participantes. Una dinámica existencial a la que se une el atractivo que sobre Da Silva ejerce la síntesis entre la experiencia del baile y los espacios, como en la pieza llegada a Bilbao desde el MoMA, Danza, de 1938, en la que el movimiento del cuerpo humano conecta y vivifica el espacio a su alrededor. Por otra parte, carente ya de cualquier referencia figurativa, Disturbios de redes (1939) patentiza esa composición de retícula donde, percibiéndose el eco de sus primeras imágenes de andamios, las líneas se hacen con el control total del espacio.

Guerra Mundial

El momento de gran efervescencia creativa que vive Maria Helena Vieira da Silva durante los años treinta sufre una brusca interrupción tras el estallido del conflicto bélico internacional que desencadena la invasión nazi de Polonia el 1 de septiembre de 1939. Al ser Árpád judío, la pareja decide abandonar su nuevo estudio del Boulevard Saint-Jacques y mudarse a Portugal aquel mismo mes, dándose sin embargo el inconveniente de que ambos son ahora considerados única y exclusivamente ciudadanos húngaros pues, debido a su casamiento y al no contemplarse en aquel tiempo la posibilidad de ostentar una doble nacionalidad, Maria Helena había dejado de ser oficialmente portuguesa. La imposibilidad de recuperar su antigua ciudadanía obliga al matrimonio a optar por el exilio en Brasil, donde se instala en la ciudad de Río de Janeiro en junio de 1940. Si bien Szenes no tarda en aclimatarse, Vieira sufrirá las secuelas del desarraigo durante siete años en los que, además, la subsistencia se hará complicada a causa del conservadurismo estético del mercado del arte brasileño. A pesar de todo lo anterior —o quizás a consecuencia de ello— la autora ejecuta en este periodo cuadros de una calidad extraordinaria como la Historia trágico-marítima Naufragio, de 1944. En este lienzo Vieira plasma la tragedia humana como concepto universal, más allá de las particularidades históricas. Con un vivo cromatismo y debatiéndose entre figuración y abstracción, representa la lucha por la supervivencia ante la amenaza de la muerte. Una tela que, asociada a las que dedica a El Fuego, aúna la fuerza de ambos elementos incorporando nuevas referencias visuales a su repertorio, como son las tomadas de la pintura renacentista que la artista había conocido a fondo en su viaje al norte de Italia del verano de 1928 —piénsese en Paolo Uccello, autor de El diluvio universalLa batalla de San Romano o el mazzocchio en perspectiva—. Consigue de este modo Da Silva condensar temporalmente la acción en un mismo lugar, en una misma escena. Y, simultáneamente, esa superposición semántica que fusiona desde el sufrimiento personal a la violencia bélica se contrapone —y complementa— con el espíritu celebrativo que anima Carnaval de Río, también de 1944 y que hace ostensible la variedad de registros que tratan sus obras, sin olvidar el particular nexo establecido con su cultura de adopción.

Ciudades

El regreso a Francia en 1947 supone el inicio de un importante periodo de felicidad para Maria Helena Vieira da Silva. La suerte le es ahora favorable: satisfecha con su trabajo, gozando de un incremento de su popularidad, recupera su antiguo estudio —cuidado en su ausencia por la galerista Jeanne Bucher— y expone en la Bienal de Venecia, así como en diversas capitales europeas. Este ‘nuevo amanecer’, según Flavia Frigeri, coincide con el enriquecimiento de su repertorio con temas que van a despertar un interés duradero por parte de la artista. Se trata de los espacios urbanos, las ciudades que, como París y Lisboa, están ‘cerca de su corazón’ y que, una vez más, dispone de forma no naturalista y bajo el prisma de su sentimiento recurriendo, como no, a su acostumbrada estratificación semántica. Ejemplos como Celebración nacional (1949-1950), Luces de la ciudad (1950) o París de noche (1951) ilustran esta nueva fase creativa en la que las urbes imaginarias de Vieira, al igual que ocurre con Las ciudades invisibles de Italo Calvino —sostiene Frigeri—, no hacen sino reflejar la verdadera esencia de la realidadParís (1951) o Celebración veneciana (1949) son igualmente títulos distintivos de esta concepción metafórica, con elementos identificables en su planteamiento abstracto. En otras ocasiones el espacio urbano provoca la impresión de ser ‘un monstruo’ que atrapa al individuo, aprisionándolo e incomunicándolo como en la Ciudad tentacular de 1954, cuyo hondo carácter existencial hace reflexionar sobre el doloroso aislamiento de sus habitantes.

Interiores/ Exteriores

Asimismo, Maria Helena se detiene a menudo en esos lugares concretos que integran la ciudad, sus interiores y exteriores donde, a caballo entre realidad e imaginación, recrea una atmósfera repleta de sensaciones sonoras y cromáticas perfectamente identificables. Y ello lo consigue, paradójicamente, sirviéndose de un lenguaje abstracto que nunca adopta una formulación unívoca. Así sucede tanto en La Gare de Saint-Lazare, de 1949, prototipo de la constante indagación de Vieira da Silva en la ‘anatomía espacial’, como en su Espacio de construcción o La arena, ambos de 1950, en los que se manifiesta una idea inconstante de lo abstracto, unas veces lineal, otras reticular y con un peso variable de lo ornamental, del detalle y el color, pues ‘cada obra es un mundo’, confiesa Flavia Frigeri, cada vez que se admira se descubre algo novedoso. Como ejemplo de la aportación más tardía de Vieira da Silva, Laberinto, de 1975, con su infinito entramado metafísico de puertas y ventanas, recuerda una experiencia infantil que la autora extrapola al resto de la vida: la lucha por hallar una salida ante circunstancias no siempre favorables. 

Finalmente, para concluir esta retrospectiva de la evolución pictórica de Maria Helena Vieira da Silva, la muestra se detiene en sus telas de tonalidades blancas, donde el que ha sido un color esencial a lo largo de su trayectoria, el blanco —el color de la luz—, asume el protagonismo absoluto en sus múltiples matices. A modo de variaciones de un mismo tema Composición 55, de 1955, o Aix-en-Provenza, de 1958, contrastan acentuadamente con el cromatismo de etapas anteriores. 

Sea como fuere, resulta evidente que en ambos casos cristaliza ese microcosmos íntimo y personal que sirvió de refugio a aquella Penélope que, decía Julian Gállego, ‘sigue tejiendo y destejiendo, explorando su pequeño e infinito universo de líneas, planos, perfiles y tonos, hasta el regreso de Ulises, Arpad o la Belleza’. Y es que en sus momentos de soledad y pesadumbre Vieira da Silva se sumergió en una actividad pictórica que, más allá de su estado anímico, terminaría demostrándose consustancial a sí misma, pues:

A veces me sentía completamente sola y a veces estaba triste, incluso muy triste. Me refugiaba en el mundo de los colores y de los sonidos… Creo que, para mí, todo eso se confundió en una sola cosa (…) Con lo que sabía de la vida y de los libros, seguía inventando cosas. Y trataba de dibujarlas (…). Hoy en día, ese algo continúa existiendo en mí (…).

Y, gracias a ella, en nosotros.

Maria Helena Vieira da Silva. Anatomía del espacio
Desde el 16 de octubre de 2025 hasta el 22 de febrero de 2026
Museo Guggenheim Bilbao
Más información en www.guggenheimbilbao.eus