
Instalación permanente de la Capilla Herrera, Museo del Prado, 2025.
Uno de los grandes referentes del primer barroco romano se ubica en la emblemática Piazza Navona, aunque el aspecto actual de la iglesia de Santiago de los Españoles —hoy Nuestra Señora de la Misericordia— no guarde ya ninguna relación con el edificio cuya fachada reprodujese Gaspar van Wittel en 1699. Tampoco existe aquella suya ‘divina’ capilla Herrera, como la calificase el Vasari del Barroco italiano, Giovan Pietro Bellori. Dado el deterioro y riesgo de ruina del que desde mediados del siglo XVI hasta el XVIII fuera uno de los templos de mayor importancia simbólica para la monarquía hispánica en la capital pontificia, las autoridades españolas decidieron abandonar definitivamente el santuario en 1833, trasladándose sus objetos de valor al otro gran templo nacional en Roma, la Iglesia de Montserrat —pues si la de Santiago representaba a la Corona de Castilla, esta correspondía a la de Aragón—. Llegado el momento de adoptar una medida que permitiera conservar los frescos de la capilla Herrera se optó por su arranque a stacco —es decir, con parte de la preparación del muro—, una empresa que entre 1833 y 1835 ejecutaría el especialista Pellegrino Succi, hijo de aquel Giacomo Succi a quien el Papa Pio VI nombrara estrattista delle pitture del Sacro Palazzo Apostolico.
De esta suerte, el ciclo mural de la capilla fue trasladado a diecinueve telas, desconociéndose el paradero de tres de ellas. Del envío a España de las dieciséis restantes se ocuparía el escultor catalán Antonio Solá, que de pensionado en Roma en 1803 llegaría a ser académico de mérito y presidente de la Academia de San Luca en el bienio 1838-1840, honor para un extranjero solo compartido con Thorvaldsen y Emil Wolff. Fue Solá precisamente quien en 1831, preocupado por la conservación del conjunto y aprovechando un viaje a Madrid para retratar a Fernando VII, había alertado y solicitado el beneplácito del monarca para actuar con urgencia en pro de la salvaguarda de tan importante legado pictórico que, hacia 1839, ya se hallaba en su taller y que, al trasladarlo a la embajada de Roma tres años después, despertaría al fin la atención de los delegados patrios. Felizmente, las pinturas arribaron desde Civitavecchia al puerto de Barcelona en 1850, quedándose los lienzos de mayores dimensiones en la ciudad condal y enviándose el resto a Madrid, lo que explica que la serie se halle en la actualidad repartida entre el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) y el Museo Nacional del Prado.
Exvoto familiar (e ideológico)
Para conocer la historia de la capilla debemos retrotraernos a los inicios del siglo XVII, cuando se inicia su edificación a instancias del pudiente banquero palentino Juan Enríquez de Herrera (ca. 1539-1610). Agradecido por la curación de su hijo Diego —que nacido el 4 de diciembre de 1596 era, según Bellori, el menor de los cuatro que tenía—, el financiero de Becerril quiso consagrar aquel lugar de culto al andaluz san Diego de Alcalá, canonizado por el también franciscano Sixto V poco tiempo antes, el 2 de julio de 1588. No es de extrañar, por tanto, que la tabla de Carracci que iba a presidir el altar y que hoy se halla en Santa María de Montserrat representase justamente la intercesión del santo por Diego Enríquez de Herrera. Pero la elección tampoco carecía de intencionalidad política, pues no hay que olvidar que a San Diego también se le atribuyó la sanación del príncipe Carlos, primogénito de Felipe II, tras enfermar gravemente a causa de una caída en 1562. Y no en vano la archiduquesa Margarita de Habsburgo hizo llegar a la capilla la reliquia de un dedo del santo desde el Monasterio de las Descalzas de Madrid, donde había profesado como religiosa con el nombre de Sor Margarita de la Cruz. Efectivamente, apunta Maria Cristina Terzaghi en Caravaggio, Annibale Carracci, Guido Reni tra le ricevute del banco Herrera & Costa (2007) que:
Todo menos marginal, el episodio parece de una cierta relevancia para comprender las relaciones de Herrera con la corte madrileña y el interés que España nutría en relación a la capilla que él estaba decorando en Santiago, la cual, por su posición en la iglesia nacional romana, no podía no revestir también, de algún modo, un papel de representación de la potencia y esplendor de la corte real en el corazón de la ciudad eterna.
Como no podía ser menos, para realzar el conjunto se eligió a uno de los autores más destacados del Barroco clasicista, el reputado Annibale Carracci (1560-1609), que por aquella época había recibido el encargo de decorar al fresco la Galería del Palazzo Farnese. En el ornato de la capilla —realizada entre 1602 y 1606— intervino en gran medida Francesco Albani (1578-1660), quien asumiría la dirección del proyecto al verse afectado Carracci de una profunda melancolía —ocasionada por la escasa valoración de su anterior trabajo en el palacio o, más probablemente, por las secuelas de un repentino ataque de apoplejía (vid. Roberto Gigliucci, La melanconia, 2013)—. No obstante, el maestro boloñés continuó supervisando en todo momento la intervención que, fundamentada en sus propios dibujos y cartones preparatorios, mantenía una coherencia de estilo que hace complicado incluso distinguir cada una de las aportaciones de los artistas participantes.
Museografía
Después de Annibale Carracci. Los frescos de la capilla Herrera —muestra que el Museu Nacional d’Art de Catalunya y el Museo Nacional del Prado organizaron en colaboración con el Palazzo Barberini en 2022—, la pinacoteca madrileña ha incorporado a su colección permanente las siete telas que custodia del ciclo de Carracci y Albani, reconstruyendo a escala —con diseño arquitectónico de Francisco Bocanegra— la estructura arquitectónica de la que fuera capilla Herrera en Santiago de los Españoles.
En cuanto al programa iconográfico cabe recordar que, bajo el cupulín de la linterna, desde donde presidía la imagen del Padre Eterno —que guarda el MNAC y cuyo lugar ocupa en Madrid una reproducción—, se suceden los trapecios y óvalos que decoraban la bóveda y sus pechinas. Si los primeros describen escenas de la vida del santo al que se advoca la capilla —San Diego recibiendo limosna, la Refacción milagrosa, Entrega a San Diego del hábito franciscano y San Diego salva al muchacho dormido en el horno (muy a propósito de lo ocurrido con el hijo de Enríquez de Herrera)—, de los óvalos se conservan tres, los dedicados a San Lorenzo, San Francisco y Santiago el Mayor. Por cuanto respecta al San Juan Evangelista perdido, ha sido sustituido por la imagen del grabado que a partir del fresco original ejecutara Simon Guillain.
A fin de contextualizar los frescos de la nueva estructura, se han recubierto sus muros inferiores con lienzos de los autores y colaboradores del taller de Carracci y del círculo de la Escuela de Bolonia, de forma que el San Sebastián de Guido Reni o El Sacrificio de Isaac de Il Domenichino cuelgan en la sala IV del museo acompañando a la serie romana.
Albani y Carracci
Tras iniciar su formación con el pintor flamenco Denys Calvaert, Francesco Albani accede a la Accademia degli Incamminati de los Carracci en 1595, ingresando en la cofradía de pintores cuatro años después, cuando firma su primera pieza de altar, la Madonna con el niño y las santas Catalina y Magdalena, hoy en la Pinacoteca nacional de Bolonia. Antes de trasladarse a Roma viaja a Parma con Il Domenichino para estudiar a Correggio y, una vez en la capital del papado en 1601, vive con Guido Reni —otro de los incamminati— y se convierte en asistente de Annibale Carracci. Es entonces cuando Albani se deja inspirar profundamente por el colorido y la atmósfera de las bacanales de Tiziano, hecho que influirá en su característica concepción de un paisaje mitológico ideal inspirado por la poesía clásica. Véanse, por ejemplo, los tondos encargados por el Cardenal Scipione Borghese hacia 1618. Posteriormente, Albani dirigirá su propio estudio en su ciudad natal hasta la fecha de su muerte en 1860, considerándose las delicadas figuras y exuberante marco natural de los cuadros de su madurez un precedente para el desarrollo del rococó francés (cfr. Lilian H. Zirpolo, Historical Dictionary of Baroque Art and Architecture, 2018; Enciclopedia del Prado).
Para concluir, baste recordar la gran aportación de los Carracci a la historia de la pintura con su reacción al manierismo imperante en su época y la fundación de su Accademia degli Incamminati o Desiderosi en 1582, que propugnaba el estudio del natural a través del dibujo. Annibale, hermano de Agostino y primo de Ludovico, es considerado a este respecto el principal exponente del clasicismo barroco boloñés, habiendo demostrado primeramente una gran atención hacia un naturalismo que lo aproxima a los trabajos de Bartolomeo Passarotti y llegando a ser considerado, en este sentido, uno de los precursores del género de la caricatura. A esta tendencia naturalista agrega el sentido del color y la soltura de pincelada de los que se imbuye en sus viajes a Venecia y Parma, así como el clasicismo romano de grandiosidad barroca, que asimila en la ciudad eterna, donde entre 1597 y 1600 lleva a cabo el encargo seguramente más importante de su carrera: la mencionada galería principal del palacio familiar del cardenal Odoardo Farnese. Es así como Annibale Carracci termina recibiendo una de las comisiones más relevantes del periodo final de su vida, la capilla Herrera de San Giacomo degli Spagnuoli donde, tal y como sostiene Giovanni Baglione en sus Vite de 1642,
ha lavorato co’suoi esquisiti colori.
La Capilla Herrera en el Prado
Instalación permanente
Museo Nacional del Prado, Madrid
Más información en www.museodelprado.es

