Lirios en un florero verde, 1979.

En el marco de la actual reivindicación del papel desempeñado por la mujer en las artes, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza acaba de inaugurar la primera retrospectiva que dedica a una artista española, la pintora realista Isabel Quintanilla (1938-2017). De este modo, la muestra recorre su trayectoria artística desde la década de los cincuenta del pasado siglo hasta el mismo año de su fallecimiento, exhibiendo un centenar de obras entre pinturas y dibujos que en buena parte provienen de instituciones y colecciones de Alemania, donde su pintura fue particularmente apreciada en los años setenta y ochenta. Se trata de un arte íntimo y personal en el que, de acuerdo con la propia autora, ‘la luz es lo más importante… porque la luz hace el dibujo’. Por eso, en palabras de Leticia de Cos, comisaria de la exposición, ‘la mayor obsesión de Isabel Quintanilla es captar el rastro que la luz deja al tocar todo aquello que la acompaña en su realidad, esa realidad que, aunque es la suya, va a despertar de inmediato recuerdos en el espectador, y es que en lo sencillo, en lo cercano, en lo cotidiano, ahí, habita la emoción’.

Sentir la pintura

Desde sus comienzos, Isabel Quintanilla mostró especial predilección por la tradición de la pintura realista española, llegando a configurar ya entonces un lenguaje personal que marcaría el resto de su carrera, tal y como se aprecia en La lamparilla (1956) y Bodegón ante la ventana (1959). A pesar de que en aquel momento de predominio de movimientos de vanguardia como el Informalismo la apuesta era arriesgada, ‘la realidad es tan grandiosa que es lo que quisimos reflejar’, explicaba la autora aludiendo al conjunto de sus compañeros realistas. Igualmente, la artista se inclinaba hacia los pintores locales, hacia ese arte con el que podía establecer una identificación cultural. A este propósito, ella misma aseguraba que:

Sabíamos quién era Courbet. […] Pero la verdad es que, para nosotros, para mí por lo menos, eran más importantes los pintores españoles. Era mucho más importante un Solana porque estaba retratando algo que yo sentía, que era algo más mío, que lo entendía, que lo sabía ver.

Así, un género recurrente en su obra será el del bodegón que conforman sus propios objetos personales, objetos que, siendo comunes a la cotidianeidad de todo individuo, fácilmente entablan un profundo diálogo con quien los contempla. 

Los realistas de Madrid

Cabe recordar que a los quince años, tras haber frecuentado desde los once talleres de artistas, Quintanilla accede a la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, donde entra en contacto con Antonio López, María Moreno, Julio López Hernández y, el hermano de este, Francisco, conformando el núcleo del grupo más tarde conocido como ‘los realistas de Madrid’, un conjunto de pintores y escultores que vive y trabaja en la capital desde mediados de los cincuenta y al que habría que añadir nombres como los de Esperanza Parada Amalia Avia, quienes frecuentaron otros centros formativos al margen de la enseñanza oficial. Se trató, en definitiva, del primer grupo español donde las mujeres artistas superaron en número al de sus compañeros, gozando de un reconocimiento similar —si bien algunas de ellas como María Moreno y Esperanza Parada renunciaron parcial o totalmente a su carrera tras su matrimonio con Antonio López y Julio López Hernández, respectivamente—.

Roma

Poco después, en 1959 Quintanilla obtiene el título de profesora de Dibujo y Pintura e imparte clases como ayudante en un instituto. Sin embargo, no será hasta el año siguiente cuando se inicie otra etapa decisiva tanto en su evolución artística como en el ámbito de su vida privada. Tras contraer matrimonio con Francisco López, la pareja se muda a Roma, donde Francisco disfrutará de la pensión que la Academia de España le ha concedido durante cuatro años. En ese tiempo, Isabel celebra en la localidad siciliana de Caltanissetta la que será su primera exposición individual y, ya de vuelta en Madrid, alcanza un éxito rotundo con otra monográfica en la Galería Edurne. Entre 1962 y 1963, el dibujo Autorretrato a lápiz y los óleos Roma (La casa roja) Delfos son obras representativas de su estancia romana, cuando Quintanilla codifica la composición de sus vistas urbanas y paisajes sirviéndose del punto de vista elevado y situando hacia la mitad de la superficie del lienzo la línea del horizonte. A lo largo de su trayectoria, Madrid, Donostia, la dehesa extremeña, la Sierra de Guadarrama o los paisajes de Castilla —siempre ‘abiertos, sosegados, colmados de luz’, según De Cos—, el Jarama y el Cantábrico —donde la orilla desaparece y solo nos orienta la línea del horizonte—, protagonizarán muchas de sus mejores obras, siempre captados desde la lejanía y las alturas.

Alemania

La buena acogida de la pintura de Isabel Quintanilla se extiende al mercado artístico alemán durante la década siguiente, gracias al coleccionista y socio fundador de la Galería Juana Mordó de Madrid, Ernest Wuthenow, y a los galeristas Hans Brockstedt y Herbert Meyer-Ellinger. Quintanilla expone, pues, en Hanover, Fráncfort, Hamburgo, Múnich y Darmstadt, además de en la documenta VI de Kassel, celebrada en 1977. Otras capitales internacionales como París, Nueva York, Helsinki o Róterdam conocerán igualmente de primera mano las creaciones de la autora. De su triunfo en Alemania cuenta el artista Antonio López

¿Por qué gustaron tanto en Alemania?, ¡¿Por qué no iban a gustar?! El realismo siempre gusta. Aunque desde siempre he oído que la figuración está en crisis, eso no es así. A aquellas generaciones les gustó y por eso los compraban. Cuando una cosa es muy buena hay que confiar en ello. Nuestra pintura tiene un encanto irresistible y supera cualquier convención. Isabel es una pintora que absorbe todo lo que descubre. Cuando ves su pintura, sientes que lo está haciendo una persona concreta… hay una verdad que solo puede venir de una persona que está mirando.

Justamente Quintanilla basa su práctica artística en la observación meticulosa que, como especifica Leticia de Cos, no se limita a la mera reproducción fotográfica, sino a captar las emociones de la observación. De ahí que la propia pintora exclamase a propósito de sus naturalezas muertas: ‘Yo veo las flores abrirse, como a cámara lenta. ¡Pero es que voy viendo cómo se va abriendo la flor. Es emocionante!’. En consecuencia, su técnica, ‘ese afán de perfeccionismo que tan bien se refleja en sus cuadros’, según recuerda Francesco López, hijo de la artista, se impregna del sentimiento que Isabel Quintanilla imprime a sus obras y que, a su vez, percibe el espectador, produciéndose una interacción emocional basada en la sensibilidad compartida que nace tanto de las impresiones personales de la pintora como de las experiencias comunes vividas.

Ausencias de una presencia

La mesa, el alféizar, el vaso duralex sobre la nevera, los jardines y patios que le inspiran Roma y la pintura pompeyana, las habitaciones e interiores domésticos vacíos aunque con útiles y enseres personales, suyos y de su familia, son motivos recurrentes en Isabel Quintanilla, que sabe encontrar en ellos infinitos detalles, puntos de vista e instantes susceptibles de ser plasmados pictóricamente a lo largo del día y de la noche, con sus correspondientes variaciones lumínicas y tipos de iluminación natural o artificial, y modificando su escala y representación simplemente al alejar o acercar el caballete. Estos espacios, para Leticia de Cos, ‘se llenan de ausencias, de habitantes que acaban de salir, que están a punto de aparecer o que simplemente están, pero al margen, fuera del cuadro’, y no es de extrañar, dado que en opinión de Quintanilla, ‘es mejor que no haya personas en los cuadros y quien vaya a ver la obra encuentre cosas y le sean sugeridas cosas y se le recuerden cosas (…) Si hay una persona, te lo está explicando y es más difícil captar la emoción’. Esa falta de personajes contribuye asimismo a transmitir una sensación de sosiego y silencio que intensifica el sentimiento del espectador al observar los espacios vividos de la autora, que podrían ser los suyos propios. Dice De Cos que cada cuadro es un ‘autorretrato velado’, sensación que también deriva del método creativo de los realistas de Madrid. Afirmaba Isabel que ‘es verdad que nosotros pintamos con mucha lentitud. Se establece una relación muy íntima y muy encontrada de lo bueno y de lo malo, o sea, de mí’. 

Trazos de la existencia

Por consiguiente y de acuerdo con la historiadora del arte María Pilar Garrido Redondo, es posible insistir en que la obra de Isabel Quintanilla: 

es una autobiografía pintada, porque en ella encontramos esa integración de arte y vida, de oficio y mirada, de maestría y sentimiento. Son trazos de existencia los que encontramos en cada cuadro, sorprendidos por el pincel, capturados por la pintura. Su producción pictórica es una suerte de crónica familiar traducida en óleo y lápiz, un fiel reflejo de lo que ella misma es, de lo que ve, de lo que hace.

En este sentido, esos ‘lienzos que narran’ no olvidan a la madre de la artista, María Ascensión Martínez, de profesión costurera y en cuyo recuerdo la máquina de coser, las tijeras y los dedales desempeñan un papel protagonista en cuadros como Homenaje a mi madre (1971) o Bodegón del periódico (2005). Cabe recordar que, nacida durante la Guerra Civil, Isabel Quintanilla perdió a su padre con apenas tres años. Tras su detención y encarcelamiento en Madrid, José Antonio Quintanilla, ingeniero de minas que había alcanzado el rango de comandante del ejército republicano, fue trasladado a un campo de concentración en la localidad burgalesa de Valdenoceda, donde fallecería en 1941. A partir de entonces, su viuda hubo de mantener a Isabel y a su hermana Josefina trabajando como modista, oficio del que la pintora heredó la afición de la costura. De hecho, según su hijo Francesco, ‘si mi madre no estaba pintando, es porque estaba cosiendo’.

Y es que pintar y coser exigen atención y cuidado, infiltran en la obra lo más íntimo de su autor, propician la calma, la introspección y el sosiego que solo altera algún rumor proveniente del exterior o que acompañan las voces y melodías de un transistor, como el que reproduce Quintanilla en sus trabajos. Al igual que un tejido, los lienzos de Isabel Quintanilla se impregnan de sus vivencias personales en sus espacios queridos, de los que ella desaparece, a fin de estar más presente y hacer sentir una mayor emoción al espectador ante unas vidas, las de ambos, que se revelan al unísono sobre la superficie pictórica. Por eso los cuadros de Isabel son como el pasatiempo que compartía con sus sobrinas, aquel en el que se dibuja una casa y se recortan sus puertas y ventanas para que al abrirse dejen ver los interiores esbozados sobre una segunda hoja oculta tras la anterior. Baste concluir, pues, con la interpretación que Esperanza y Marcela López Parada realizan de aquel juego infantil que:

ha quedado para nosotras como la metáfora perfecta de sus cuadros, de sus habitaciones detalladas y sus blancos edificios, como el símbolo y representación de la relación pictórica que su obra entabla entre lo exterior, siempre íntimo y silencioso, y lo interior, luminoso, radiante como un secreto desvelado, la pareja que hacen el adentro y el afuera y la pintura como el trabajo que los conecta, los relaciona y hasta los invierte.

Bibliografía

Leticia de Cos, El realismo íntimo de Isabel Quintanilla (cat. exp.), Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2024

El realismo íntimo de Isabel Quintanilla
Desde el 27 de febrero hasta el 2 de junio de 2024
Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid
Más información en: www.museothyssen.org