La echadora de cartas, 1924-1925.
Aun cuando se han llevado a cabo notables estudios académicos y trabajos biográficos sobre María Blanchard (1881-1932), la vida y obra de la pintora santanderina continúan siendo todavía ‘relativamente poco conocidas’. De ahí que esta gran retrospectiva que el Museo Picasso Málaga (MPM) le dedica pretenda aclarar los ‘suficientes enigmas’ que, según José Lebrero Stals, comisario de la muestra, aún hoy existen en torno a la figura de una autora ‘que peleó por tener un espacio propio, una habitación propia —usando la metáfora de Virginia Wolf—, para construir un universo en el cual ella se encontrara más cerca de su verdad artística’. Hasta ahora solo el ya desaparecido Museo Español de Arte Contemporáneo de Madrid en 1982 y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía hace doce años habían celebrado exposiciones retrospectivas consagradas a las poco más de dos décadas durante las que, de 1911 a 1932, Blanchard desarrolló su producción pictórica: toda una ‘anomalía’ en el contexto de la historiografía del arte contemporáneo, que durante demasiado tiempo ha relegado a un segundo plano a quien seguramente fuera ‘la mejor, la más interesante, la más compleja, la más diversa artista cubista’ —insiste Lebrero. Por fortuna son cada vez más las nuevas lecturas que en la actualidad intentan recuperar el legado y aportación de la pintora, superando incluso su tradicional adscripción al Cubismo. Y es justamente en este contexto donde se enmarca la nueva exposición del MPM que, a través de las ochenta y cinco obras en que se estructura su itinerario narrativo, recorre cronológicamente las diferentes etapas de la trayectoria de María Blanchard, primera mujer española en adoptar el estilo cubista.
De Cantabria a Madrid
Nacida en el seno de una familia culta y liberal vinculada al sector periodístico —su abuelo y su padre fundaron los diarios La abeja montañesa y El Atlántico, respectivamente—, María Gutiérrez Cueto —más tarde María Blanchard— no deja de vivir algunos valores cristianos que, según José Lebrero Stals, emergerían en ciertos momentos a lo largo de su carrera. Tras la muerte de su padre, la familia se muda a Madrid donde, sin llegar a ingresar en la Real Academia de Pintura, Blanchard recibe su formación artística bajo la dirección de distintos profesores como Manuel Benedito, Emilio Sala o Fernando Álvarez de Sotomayor, futuro director del Museo del Prado que influirá en su empleo de los empastes y en la fluidez en la aplicación de su pincelada. Poco después y tras el reconocimiento de su trabajo en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1908, la pintora recibe una beca de la Diputación provincial de Santander para trasladarse durante tres años a París, en un momento en el que su estética todavía se mantendrá dentro del ámbito del naturalismo y el impresionismo, como puede apreciarse, por ejemplo, en el retrato de Regina Barahona de 1911. Precisamente este género de la retratística, junto con el costumbrista o el histórico y mitológico, será uno de los que, en consonancia con la tendencia generalizada en España durante su formación, inspiren a Blanchard algunas de sus primeras obras —como la Gitana de 1907-1908 o las Ninfas encadenando a Sileno de 1910— en las que, a pesar de todo, comienzan a apreciarse los rasgos que definirán su propia personalidad artística.
París
El reconocimiento que supuso para María Blanchard la obtención de una tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1908 facilitaría la consecución de la mencionada pensión para ampliar sus estudios en París. En 1909, ya en la capital francesa, Blanchard continuó su formación en la Academia Vitti bajo la dirección de Hermenegildo Anglada-Camarasa y Kees van Dongen, cuya expresiva técnica contribuiría a liberar a la artista de la influencia del Academicismo. Más tarde, otro éxito en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1910 —cuando Blanchard es galardonada con una segunda medalla por las citadas Ninfas encadenando a Sileno— justifica la prórroga de su beca durante otros dos años. En París la autora llegará a compartir piso con Diego Rivera y Angelina Beloff —a quien ha conocido en la Academia Vitti— y entrará en contacto con Juan Gris, figura de especial relevancia en su aproximación al Cubismo. No obstante, la I Guerra Mundial interrumpió esa segunda estancia parisina, obligando a Blanchard a regresar a España. De vuelta en Madrid, mantuvo una estrecha amistad con la escritora Concha Espina, que residía en su mismo bloque de viviendas, y formó parte de los ‘parnassois exiliados’ del Café Pombo, grupo de intelectuales al que pertenecían el matrimonio Delaunay, Marie Laurencin o Diego Rivera. Por entonces Blanchard también participaría en la muestra ‘Los pintores íntegros’, primera exposición cubista en España organizada por Ramón Gómez de la Serna en 1915. Esta fecha permite hacerse una idea del retraso cultural existente en el Madrid de principios de siglo —no en vano la muestra provocó una gran controversia en la capital con duras críticas dirigidas especialmente a María Blanchard y con la publicación de caricaturas suyas junto a Rivera—, razón que explicaría el pronto regreso de la artista a París, a pesar de haber ganado una cátedra de dibujo en la Escuela Normal de Salamanca. Nuevamente en Francia y junto con Gris, Picasso y Braque, María Blanchard pasa a formar parte de la nómina de artistas de la galería L’Effort Moderne que, fundada por Léonce Rosenberg en 1918, acogerá una primera muestra individual de la autora al año siguiente. De hecho, aunque durante la década de 1920 la artista adopte el estilo figurativo propio de la vuelta al orden, sus creaciones siempre traslucirán el resabio cubista de aquella primera etapa en París.
‘Momento’ cubista
Recuerda Griselda Pollock cómo para el artista y crítico John Berger el Cubismo, más que un movimiento estilístico, habría de considerarse un ‘momento’ que únicamente representa un ‘comienzo’ y ‘deseos insatisfechos’. En este sentido, añade Lebrero, ‘el Cubismo en María Blanchard no fue suficiente’ y, frente a los artistas que se mantuvieron fieles a su ortodoxia, ella continuó avanzando en su trayectoria, manifestando incluso en sus años plenamente cubistas —apenas cuatro o cinco durante la segunda mitad de la década de 1910— una peculiar forma de entender el color y los motivos representados en sus cuadros, por ejemplo, el de la maternidad. A este respecto, en La ardilla de Braque (2013) José Francisco Yvars hace hincapié en que:
Sin embargo, fue María Blanchard, jorobada y soltera, la mujer artista que atisbó a captar la caracterización acerada de la maternidad moderna, sencillamente porque había logrado traspasar la estricta articulación constructiva del cubismo, pero a través de una iconografía provocadora (…) que retoma las dúctiles planimetrías del cubismo analítico con una fuerte carga expresiva y figurativa.
Títulos como La Dama del abanico (ca. 1913-1916), Composición cubista (ca. 1916-1919) o Botella y copa de frutas sobre una mesa (ca. 1917-1918) demuestran que, en palabras de Lebrero, ‘su cubismo es heteróclito, diverso, ornamental. Las morfologíasque utiliza para conseguir formas sólidas sobre fondos indefinidos, combinar bloques geométricos intentando que cada color exprese reflejos concretos y variados de la luz en los distintos lugares de la superficie son muy particulares’. Y aunque podría discutirse además sobre sus influencias y referencias a otros artistas, ‘pesa más el afán de explorar y de retarse a sí misma en la práctica diversificada de los recursos del Cubismo que la falta de creatividad o de personalidad estética y artística’.
Figuración y tristeza
El lienzo titulado La comulgante, de 1914, causó sensación en el Salón de París de 1921, atestiguando el cambio que se estaba produciendo en el estilo de María Blanchard. No obstante, la fecha indicaría que la obra ya se había pintado en Madrid y que la autora lo habría trasladado con ella a París. A pesar de lo que a primera vista pudiera interpretarse como herencia de la pintura religiosa, se trata de un tema que Henri Gervex (ca. 1877), Henri de Toulouse-Lautrec (1888) y Tamara de Lempicka (1929), por ejemplo, ya habían abordado de diferentes maneras. En cualquier caso, en él se hace ostensible la relación entre lo puro y lo impuro, con una figura que da la espalda al altar y presenta el rostro tratado de forma similar al de La española o Mujer con vestido rojo. De esta forma, en esas miradas ‘se reconoce la angustia de la intuición’, con una recurrencia a la máscara que vela, ‘con la magia de la imagen maquillada, una invisible pero perceptible condición doliente’, asevera Lebrero Stals. Y es que la obra de María Blanchard trasluce cierta tristeza, ese carácter doliente tan difícil de reproducir pictóricamente, ‘porque se siente pero no se finge’ —sentimiento sobre el que se ha especulado mucho en la persona de Blanchard pero que, en suma y según Lebrero, constituye ‘un valor’ en su arte—.
Sea como fuere, con el inicio de los años veinte el estilo de aquella sobre quien Lorca escribiese ‘bruja y hada, fuiste ejemplo respetable del llanto y claridad espiritual’ evoluciona y se centra en cuestiones vitales, con representaciones de niños, mujeres solas o acompañadas, que muchas veces nos interpelan por medio de la mirada en espacios domésticos con un peculiar tratamiento de la luz. Así, la pocas veces expuesta hasta ahora La niña de la pulsera (ca. 1922-1923), o Tres mujeres bordando. Pena de amor (1923-1924) y La echadora de cartas (1925-1925) manifiestan un interés por el estudio y conocimiento de la historia de la pintura, con una composición que remite a periodos anteriores sin dejar de incluir soluciones formales en relación con la geometría espacial cubista.
En este punto, cabe concluir recordando las palabras de Carmen Bernárdez acerca de una mujer que, marcada por la deformidad desde su nacimiento, ‘tuvo coraje y se integró en el Cubismo con decisión, accediendo al selecto y restringido grupo de pintores sin hacer concesiones a la pintura femenina o a la decoración. Ello le acarreó el respeto de muchos, pero también suspicacias difíciles de asumir’. En definitiva,
era demasiado frecuente relacionar su pintura cubista con una suerte de minoridad artística de poca relevancia, para proceder a una interpretación sentimentaloide de su época figurativa en la que sus personajes serían una especie de sustitutos de lo que ella nunca pudo ser o tener (maternidades, niños, familias). Este esquematismo en la valoración de María Blanchard no impidió que su nombre ascendiera a un nivel considerablemente alto, a buen seguro todavía insuficiente, ya que su obra está aún necesitada de estudios en profundidad.
María Blanchard. Pintora a pesar del cubismo
Desde el 30 de abril hasta el 29 de septiembre de 2024
Museo Picasso Málaga
Más información en: www.museopicassomalaga.org